miércoles, 23 de marzo de 2022

Luces de progreso [y II].

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Si una de las grandes conquistas del capitalismo es haber convertido la tortura del tiempo en medida normal de la actividad humana, el proceso es equivalente a la transformación de las medidas del espacio.
El sistema métrico fue introducido en 1795 por la Revolución francesa. Las medidas espaciales que tomaban por referencia el cuerpo humano (pies, codos, etc.) se reemplazaron por la medida abstracta del metro. Esa unificación abstracta de las medidas del espacio correspondía a la cosmovisión mecanicista de la física newtoniana, que a su vez inspiró las teorías mecanicistas de la economía de mercado de Adam Smith.
Las medidas abstractas del espacio y del tiempo se han convertido en forma común de la máquina universal física y la económica, tanto del universo como de la producción de mercancías. Como hemos visto, gracias al tiempo continuo de la astronomía se hizo posible prolongar el día del trabajo abstracto hasta altas horas de la noche, devorando las horas de descanso. Así se logró separar el tiempo abstracto de las cosas y circunstancias concretas.
Por otro lado, la racionalidad abstracta de la economía empresarial ‘desmaterializa’ el entorno, lo desdimensiona y desproporciona, en tanto que fuerza a la materia y sus vínculos a someterse a los criterios de rentabilidad. Y añade Kurz, ejemplarizando esa cuestión en la materia construida que son las edificaciones, objeto de deseo también de Scheerbart -al que arquitecto Bruno Taut llamó el ‘único poeta de la arquitectura’-:

“Si los edificios antiguos a veces nos parecen más bellos y más acogedores que los modernos, y si luego observamos que aquellos, en comparación con los edificios ‘funcionalistas’ (sic) de hoy, parecen mostrar además ciertas irregularidades, eso se debe a que sus medidas son las del cuerpo humano y que sus formas a menudo se ajustan al paisaje circundante. La arquitectura moderna emplea, por el contrario, las medidas astronómicas del espacio y unas formas ‘descontextualizadas’, desgajadas del entorno. Lo mismo vale para el tiempo. También la arquitectura moderna del tiempo es una arquitectura desproporcionada y descontextualizada. No sólo el espacio se ha vuelto feo, sino también el tiempo”.

 
B. Taut. Pabellón de Cristal para la Exposición Werkbund. Colonia, 1914.





lunes, 21 de marzo de 2022

Luces de progreso [I]

[Oskar Kokoschka. Retrato de Paul Scheerbart. Litografía, 1910. Ed.: Publicado en Der Sturm (Berlín, Nr. 27 v. 1, Sept. 1910)]


Hace un siglo, el visionario Paul Scheerbart dejó escrito:
«¡Quién iba a pensar que yo inventaría alguna vez el móvil perpetuo! Esto librará a la humanidad de todo trabajo. Será la estrella Tierra la que trabaje para nosotros. La miseria, tan alabada por mí, tiene un final».

Y pensando en sus aplicaciones continuó, en esa especie de diario que fue su obrita Das Perpetuum mobile:
“(...) Gracias [al móvil perpetuo] todo se hace posible, en especial iluminar la noche con un alumbrado eléctrico que lo paralizará todo. Ahora este asunto de la luz apenas es concebible. Pero podremos derrochar electricidad e iluminarlo todo en multicolor, por doquier, estemos donde estemos (…)
Las torres de todas las iglesias podrán inundarse de luz de arriba abajo. También se iluminarán por entero las grandes montañas. Y después será el turno de los vehículos luminosos y los tejados y las colosales avenidas de luz, y las orillas de los canales (...) A esto se añadirá además la iluminación del agua (...) ¡Qué no dirán los habitantes de otros planetas cuando vean la cara nocturna de la Tierra iluminada de manera tan fabulosa! (...) Finalmente, dejaremos de necesitar el Sol (...)”

Pero muchas utopías del primer quindenio del siglo XX se desmaterializaron, igual que la vida de Scheerbart, con la Gran Guerra. Que también, y sobre todo, supuso importantes cambios de paradigma en el pensamiento contemporáneo y por ende en las estructuras políticas y sociales de la vieja Europa.
Scheerbart, profeta de la luz artificial -y del vidrio [vide su ‘Glasarchitektur’ de 1914]-, no tuvo, no pudo tener, la visión crítica del significado socio-económico de esa ‘luz de la Ilustración’ que en realidad supuso la sólida explotación comercial del descubrimiento de Edison.
Pero, veamos el contexto, bien pergeñado por Robert Kurz en Luces de progreso (*).
La historia de la modernización, nos dice, abunda en metáforas de la luz, como si el sol radiante de la razón tuviera que penetrar las tinieblas de la superstición y hacer visible el desorden del mundo, para organizar por fin la sociedad conforme a unos criterios racionales.
Y es innegable que, en cierto modo, tal y como soñaba Scheerbart, la modernización ha convertido efectivamente ‘la noche en día’.
Hacia finales del siglo XIX la luz eléctrica sustituyó a las lámparas de gas. Eso suponía un ensanchamiento de las posibilidades humanas. Pero justamente eso es lo que no ha interesado a la totalización capitalista de la luz. El modo de producción capitalista no puede tolerar que las horas de oscuridad sean también las horas del descanso, de la pasividad y la contemplación. Si la eliminación de la noche ha llegado a hacerse ubicua y permanente es porque el capitalismo requiere la expansión de sus actividades hasta los últimos límites físicos y biológicos, ocupando el día astronómico entero.
Los instrumentos antiguos de medición del tiempo se ajustaban a quehaceres concretos. La cantidad de tiempo no era abstracta sino que está orientada por una cualidad determinada. El tiempo del trabajo abstracto, en cambio, es independiente de toda cualidad, permitiendo que el inicio de la jornada laboral se fije con entera independencia de las estaciones del año y los ritmos del cuerpo. El lado nocturno es un estorbo para esa tendencia. La producción, la circulación y la distribución de las mercancías deben funcionar a todas las horas sin interrupción y desde que la tecnología microelectrónica de las comunicaciones ha globalizado la circulación dineraria, la jornada financiera de cada hemisferio enlaza sin solución de continuidad con la del otro.
La época del capitalismo sería también el tiempo de los ‘despertadores’, que arrancan del sueño a los seres humanos para empujarlos hacia los ‘lugares de trabajo’ iluminados por luces artificiales. El sueño de los hombres de la economía de mercado es breve y ligero, y a medida que se totaliza la competición en los mercados anónimos, el sueño y la noche se convierten en enemigos. Las luces de la Razón ilustrada han resultado ser la iluminación de los turnos de noche.

 

(*) A.A.V.V.- El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. 2ª edición, febrero 2014. Ed. Pepitas de calabaza. Logroño.

 
(…)

viernes, 18 de marzo de 2022

El ángel melancólico.

Arte vs. Historia [a partir de G. Agamben].

Hay un célebre grabado de Alberto Durero que representa a una criatura alada, sen­tada en acto de meditación y con la mirada absorta ha­cia adelante, se trata de 'Melancolía I' de 1514. A su lado, abandonados en el suelo, yacen utensilios de la vida activa. El bello rostro del ángel está sumergido en la sombra: sólo reflejan la luz sus largas vestimentas y una esfera inmóvil frente a sus pies. A sus espaldas, se apre­cian una clepsidra, con la arena cayendo, otros objetos y, sobre el mar de fondo, una cometa que brilla sin es­plendor. Sobre toda la escena se extiende una atmósfera crepuscular que parece restarle materialidad a cada de­talle.


«Hay un cuadro de Klee», escribe Walter Benja­min en su Tesis IX, «que se llama 'Angelus Novus'. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de sentir­se pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse pero desde el paraíso so­pla un huracán que le empuja inevitablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas cre­cen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso».
El grabado de Durero presenta al­guna analogía con la interpretación que Benjamin da del cuadro de Klee de 1920. Si el Angelus Novus de Klee es el ángel de la historia, nada mejor que la melancólica criatura alada de este gra­bado de Durero para representar al ángel del arte.


Mien­tras que el ángel de la historia tiene la mirada dirigida hacia el pasado, pero no puede detenerse en su incesan­te fuga de espaldas hacia el futuro, en esa situación del hombre que ha perdido el vín­culo con su pasado y que ya no se encuentra a sí mismo en la historia, el ángel melancólico del grabado de Durero, inmóvil, mira al frente. La tem­pestad del progreso que se ha enredado en las alas del ángel de la historia, aquí se ha aplacado y el ángel del arte parece sumergido en una dimensión intemporal. Pero del mismo modo que los acontecimientos del pasado se le aparecen al ángel de la historia como una acumulación de ruinas indes­cifrables, así los utensilios de la vida activa y los otros objetos esparcidos alrededor del ángel melancólico, han perdido el significado que les otorgaba su posibilidad de uso cotidiano y se han cargado de un potencial de extra­ñamiento que hace de ellos la imagen de algo inalcanza­ble.
El pasado, que el ángel de la historia ha perdido la capacidad de comprender, recompone su figura frente al ángel del arte, pero esta figura es la imagen extrañada en la que el pasado sólo reencuentra su verdad a condi­ción de negarla. Es decir, la reden­ción que el ángel del arte le ofrece al pasado, citándolo a comparecer lejos de su contexto real no es nada más que su muerte.
Y la melancolía del ángel es la conciencia de haber hecho del extrañamiento su propio mundo, y la nostalgia de una realidad que él no puede poseer más que convir­tiéndola en irreal.
*
Walter Benjamin, que durante toda su vida persiguió el pro­yecto de escribir una obra compuesta exclusivamente por citas, había entendido que la autoridad que reclama la cita se funda, precisamente, en la destrucción de la autoridad que se le atribuye a un cierto texto por su situación en la historia de la cultura. La cita, al separar un fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que constituye su inconfundible fuerza agresiva. La carga de verdad que entraña la cita, es debida a la unicidad de su apari­ción alejada de su contexto vivo. Sólo en la imagen que aparece por completo en el instante de su extrañamiento, como un recuerdo que relampaguea de improviso en un instante de peli­gro, se deja fijar el pasado.
Benjamin, que fue el autor de esta afirmación: «En mis obras las citas son como atracadores al acecho en la calle que con armas asaltan al viandante y le arre­batan sus convicciones», ha sido, tal vez, el primer intelectual europeo que apreció la mutación fundamental que se había producido en la transmisión de la cultura, y la nueva relación con el pasado que de ella se derivaba.
Según Benjamin, el poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer revivir el pasa­do, sino, por el contrario, de su capacidad de «hacer limpieza con todo, de extraer del contexto, de destruir».
De deconstruir, podíamos decir ahora.
[Imagénes de Google]

miércoles, 16 de marzo de 2022

Casi una peroración.

Epílogo de Transparencia, secreto y arrepentimiento.

Sobre la crisis del judaísmo asimilado, tara innata, según Karl Kraus, de la literatura judeo-alemana, Kafka escribió a Max Brod: “más que el psicoanálisis… este complejo paterno del que más de uno se alimenta espiritualmente no se refiere al padre inocente, sino al judaísmo del padre. Lo que querían la mayor parte de los que comenzaron a escribir en alemán, era abandonar el judaísmo, generalmente con la vaga aprobación del padre…”
Esa dolencia de la literatura es en realidad una dolencia profunda de la vida, de modo  que la joven generación judía tendrá derecho a hacer a sus mayores, incapaces de encontrarse e incapaces de separarse de ellos, los amargos reproches que, en la célebre carta que le escribió a la edad de treinta y seis años, Kafka dirige a su padre para intentar desentrañar las causas de su mutuo distanciamiento.
Hermann Kafka, su progenitor, no es en absoluto el inocente padre que el Edipo griego [obsérvese en el término la reputada oposición entre helenismo y judaísmo] está destinado a matar, es más bien el padre culpable, doblemente culpable de ser lo que es y de no serlo verdaderamente. Ser todavía demasiado judío, para romper con una tradición exangüe, y de serlo demasiado poco, para transmitir una existencia asentada en la misma. De suerte que una familia judía, especialmente bajo el horizonte alemán, vivía crónicamente en estado de crisis, por así decirlo.
 
Kafka, en esa requisitoria apasionada, separó del ‘complejo de Edipo’ el motivo incestuoso que constituye precisamente la ‘complejidad’ y que acusa. Porque para Kafka, como estudió Marthe Robert, el psicoanálisis no es en primera instancia una teoría general de la psique humana, que encuentra su sentido en el contexto de la vida, de penas y alegrías, judía.