lunes, 25 de mayo de 2015

Pensar en Derrida pensando a Derrida [VI].

 
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Hegel y Derrida.
Plantea a continuación Sloterdijk que si incitásemos al inventor de la deconstrucción a pronunciar palabras directas sobre la cuestión de las pirámides, difícilmente alcanzaríamos nuestro objetivo. Porque en la era del análisis del discurso, lo directo ha quedado globalmente fuera del circuito. Los autores dedicados a la reflexión sobre algún tema, han adoptado la costumbre de no hablar ni escribir sobre él y, en cambio, hablar y escribir acerca de otros autores que hablaron o escribieron sobre el tema. Esta observación de observaciones, esta descripción de descripciones, caracteriza a una época que ha hecho virtud de la observación de segundo orden. La epigonalidad de los comentaristas se toma en ellos revancha sobre el genio de los autores de textos primarios, ironiza Sloterdijk. Así, si Hegel ya estuvo dispuesto a sostener proposiciones sobre ese tema de las pirámides, tenemos la oportunidad, de manera indirecta, de escuchar a Derrida con respecto a la cuestión. Se puede hablar una vez más, de relación interhegeliana.
Lo podemos oír en su volumen Marges de la philosophie, «Le puits et la pyramide: introduction a la sémiologie de Hegel», donde se juega el destino de la deconstrucción, porque si Derrida, en sus primeros trabajos sobre Husserl, mostró que el escrito perturba el diáfano ‘entendimiento’ entre la voz y el fenómeno, en la confrontación con Hegel tiene que demostrar que la materialidad, la diferencialidad, la temporalidad y exterioridad de los signos dificultan el retorno de la idea a la plena posesión de sí.
Derrida no encuentra muchas dificultades para probar que la semiología de Hegel es de inspiración platónica, ya que si los signos tienen un sentido, es porque el significante está animado por la intención del significado. Con las imágenes del signo y su significante como el alma ‘depositada’ en el cuerpo, el signo vendría a ser un lugar donde el ser viviente reencuentra al muerto sin que lo que está muerto haya dejado de estarlo y lo que está vivo haya cesado de estar con vida, aunque sólo sea en una forma momificada. Es la reaparición del conocido esquema de soma y sema del platonismo, el cuerpo como la tumba del alma. Pero si los signos son monumentos en los cuales residen las almas sensoriales, en la tumba de los faraones, la pirámide, puede verse el signo entre todos los signos. La semiología sólo sería posible bajo la forma de una ciencia general de las pirámides y los diccionarios no contendrían sino las galerías de las pirámides vocales con sus jeroglíficos, en los cuales se conservan los significados. Cada signo pertenece, según Hegel, a la familia de una pirámide donde un alma ajena ha sido guardada. Pero para llevar a término su teoría del espíritu, Hegel no puede permanecer ni junto a la pesadez de las pirámides ni frente al carácter enigmático de los jeroglíficos. Para Hegel, los egipcios están, desde ese punto de vista, prisioneros para siempre de la exterioridad. Y respecto al pueblo hebreo, Hegel decía que era ateo porque su dios era la voz interior.
Con esas tesis la deconstrucción procede a utilizar gestos de mínima invasión para vincular el texto de la metafísica con el delirio de la autoapropiación. Por esa razón, Derrida debe dar pruebas de un interés apasionado por la pirámide egipcia, pues ésta constituye la imagen primitiva de las materias voluminosas y poco manejables que no pudieron acarrearse durante el retorno del espíritu a sí mismo.
El filósofo deconstructivo corre siempre el riesgo de enamorarse de los objetos de su deconstrucción. En cuanto inteligencia que lee, es en cierto modo víctima de su receptividad, esa es la contratransferencia en la relación posmetafísica. En el alma comprensiva del deconstructivista podemos recuperar los delirios de los más viejos constructores de pirámides, pues no hay nada que no tenga lugar en esa apertura acogedora del espíritu. Como partidario radical de la no unilateralidad, Derrida quería, gracias a la razón de la mortalidad, llamar al orden a las estructuras oníricas de los inmortalistas.
El propio Derrida era consciente de que la empresa inmobiliaria de la pirámide estaba ligada al proyecto judío de dar al dios un formato móvil. Encontramos ese elemento en un pasaje de la meditación derridiana sobre el pozo y la pirámide en referencia a la teoría hegeliana de la imaginación como recuerdo, según la cual la inteligencia es semejante a un pozo (que lleva en forma vertical a la profundidad), en cuyo fondo se conservan imágenes y voces de la vida anterior. Desde este punto de vista, la inteligencia es una suerte de archivo subterráneo en el que descansan, como inscripciones previas a lo escrito, las huellas de lo que ha sido.
A ese respecto, Derrida indica que el camino que sigue en su texto, lleva de ese pozo, silencioso y resonante, a una pirámide, traída del desierto egipcio, que se levanta sobre el texto hegeliano, para componer el signo. El término ciertamente está poco motivado en el desarrollo de su argumento. Demuestra, eso sí, que Derrida pensaba la pirámide como una forma transportable y es menester buscar el secreto de su transportabilidad en el hecho de que su paso a la escritura la ha vuelto más liviana.
Se ha aducido que la tumba egipcia inicia su itinerancia apoyada en un camino que lleva del pozo a la pirámide y regresa según el trayecto que la metafísica en su conjunto, la ontoteología tras Heidegger, ha recorrido y como en ella ese camino sigue siendo circular y la pirámide vuelve a ser el pozo que siempre habría sido. Pero ¿qué era la metafísica, si no la prolongación de la construcción de pirámides por los medios lógicos y escriturarios de los griegos y los alemanes? Por conducto de esta sugerencia el filósofo deja entender que existe una posibilidad de deconstruir la pirámide, por lo demás imposible de deconstuir y es hacerla recorrer nuevamente todo el trayecto que hizo después de su puesta en escritura, desde El Cairo hasta Berlín, vía Jerusalén y Atenas. Es preciso des-desfigurarla o des-desfasarla hasta que vuelva a ser el pozo que era al comienzo. Ese pozo expresa el hecho de que la vida humana como tal es siempre una supervivencia. Cada vez que se vuelve hacia sí misma, la vida está al borde de un pozo sepulcral y desde las profundidades resuenan las voces de su propio haber-sido.

viernes, 22 de mayo de 2015

Pensar en Derrida pensando a Derrida [V].

 
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Debray y Derrida.
Desde la muerte de Hegel, continúa Sloterdijk, el discurso sobre el fin de la filosofía, su consumación y agotamiento, se ha convertido en un lugar común permanente en el diálogo continuo sobre esta disciplina. Sus sucesores parecían disponer de una sola alternativa, o conformarse a su carácter epigonal o, haciendo algo muy distinto, defender su originalidad. Hacia 1900, con las filosofías de la vida se intentó la combinación de esa epigonalidad del punto de vista de la filosofía del espíritu con esa originalidad del punto de vista del sustrato vital del pensamiento. La intervención de Heidegger hizo estallar ese lazo reafirmando el fin la edad de la filosofía como metafísica u ontoteología. La destrucción de la metafísica no debía únicamente sacar a la luz otro comienzo del pensamiento en una Antigüedad más profunda, sino también otra prolongación del pensamiento en una actualidad más actual. En cuyo centro, Heidegger interpreta el lenguaje esencial como la proclamación del Ser, que adopta la forma de una exhortación. De ahí su frase de que el Ser que puede ser comprendido es lenguaje. Así, se puede encontrar en dicho filósofo una forma, con restos metafísicos, del giro lingüístico que dominó la filosofía del siglo XX. Derrida también reveló esos restos en Heidegger, al llevar a cabo el giro decisivo entre la filosofía del lenguaje y la filosofía de lo escrito, descubriendo el idealismo del pensamiento del Ser como una última metafísica. Por eso leeremos los textos de la historia de las ideas como órdenes que ya no podemos obedecer. En ese sentido, Derrida señaló que su actitud ante los clásicos, caracterizada por la ética de la lectura, estaba determinada por una mezcla de responsabilidad y falta de respeto.
Entre los autores contemporáneos que, extrayendo consecuencias de lo anterior, han comprendido que la actividad filosófica exigía un cambio de paradigma se destaca Régis Debray, quien encontró la vinculación de la escuela francesa de mediología -y su consideración de la religión como 'medio' histórico de síntesis social- con la investigación acerca de las civilizaciones y con las ciencias teóricas de los sistemas de comunicación simbólica. Sloterdijk lo toma de consejero para tratar de integrar el fenómeno Derrida en la economía cognitiva de las sociedades posmodernas del saber, ya que con su hibridación de la teología y la mediología histórica en su libro Dieu, un itinéraire: matériaux pour l'histoire de l'Éternel en Occident, que incita a una comparación con Luhmann, se encontraría el signo principal de una recontextualización mediológica de Derrida.
En el relato que Debray hace de la vida de la deidad del monoteísmo, las migraciones cumplen un papel decisivo. La intuición mediológica de Debray resuelve la pregunta acerca de con qué medios logró ser capaz de viajar y no ser una deidad en arresto domiciliario, condenado a permanecer en el lugar de su autoinvención. La respuesta la da en una reinterpretación inspiradora de la secesión judía con el mundo egipcio. Y es que el concepto de medialidad forjado por Debray ya implica el elemento de transportabilidad. Por lo que la ciencia de las religiones se convierte en una subdisciplina de la ciencia de los transportes y la ciencia de los transportes -o semiocinética política-, pasa a ser una subdisciplina de la teoría del escrito y de los medios (si la última palabra de la filosofía relegada a sus márgenes fue ‘el escrito’, la palabra siguiente tenía que ser ‘el medio’). La mediología proporciona la herramienta necesaria para comprender la Entstellung, la desfiguración o el desfase, no como el solo efecto de las operaciones de lo escrito, como proclama la deconstrucción, sino, como el resultado del lazo entre el texto y el transporte.
Otra posibilidad, pues, de observar el vínculo entre los conceptos de Entstellung y différance. Si la Entstellung de una cosa, como sugiere Freud, conlleva un cambio de designación y un cambio de posición, es decir, un desfase en el espacio geográfico y político, la actividad de diferenciación debe considerarse entonces, como un fenómeno de transporte. Pensar lo individual se deduce del arquetipo de las historias de transporte. Y la aventura del transporte de la antigua humanidad y verdadero vector de una significación sagrada, es el relato bíblico del éxodo de Israel en su salida de Egipto.
Al mito de la partida se asocia el mito de la movilización total en la cual un pueblo entero se transforma en un bien mueble, autoportante. La totalidad de las cosas deben ser reevaluadas desde el punto de vista de su transportabilidad y la primera reevaluación de todos los valores se relaciona con la dimensión de las cargas. Como explica Debray, esta inversión axiológica tiene como primeras víctimas a los pesados dioses de los egipcios, a los cuales su inmovilidad petrificada les impide partir. Si el pueblo de Israel pudo transformarse en una entidad teofórica, fue porque logró transcodificar a su deidad, trasladarlo del medio de la piedra al del pergamino. Operación mediante la cual lo eterno quedará ligado en lo sucesivo a lo efímero, en cuanto lo mortal y perecedero accede al rango de vehículo de lo inmortal. A ese respecto escribe Debray que «lo divino cambia de manos: de los arquitectos pasa a los archivistas. Deja de ser monumento para ser documento. El Absoluto anverso-reverso es una dimensión ganada, dos en lugar de tres. Resultado: una sacralidad plana (milagrosa como un círculo cuadrado)».
Además, surge la cuestión de si el pueblo del Éxodo, al dejar tras de sí a los dioses pesados, podía también dejar tras de sí las pesadas tumbas de los egipcios, las pirámides que servían a los grandes muertos como máquinas de inmortalización. Si la transcripción de la deidad llevada a cabo por los judíos se expresaba en un registro transportable, se puede suponer que también podrían haber logrado trasponer el arquetipo de la pirámide a un formato portátil, si sintieron la necesidad de pirámide aún luego del Éxodo.

lunes, 18 de mayo de 2015

Pensar en Derrida pensando a Derrida [IV].

 
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Borkenau y Derrida.
Es conveniente, sigue Sloterdijk, vincular ahora la obra de Derrida con el interesante relato debido al historiador del arte Franz Borkenau, sobre las respuestas que las civilizaciones han dado a la muerte, en recuerdo de las tesis fundamentales de su especulación histórica.
Su filosofía de la civilización está consagrada a dichas tomas de posición frente al citado fenómeno. Mientras que uno de los tipos de cultura la rechaza y reacciona ante ella mediante una teoría de la inmortalidad, el otro tipo la acepta y se adapta a su existencia desarrollando una cultura comprometida con la vida en este mundo. Borkenau califica estas opciones bipolares como una ‘antinomia de la muerte’ que constituye una elaboración cultural base de su teoría de los posicionamientos, ligados entre sí, pero contrarios, de las civilizaciones frente a la muerte. Borkenau ambicionaba refutar la doctrina histórico-filosófica de Oswald Spengler, según la cual las civilizaciones surgen en cada oportunidad de una experiencia propia e inimitable, sin intercambio de unas con otras, en un ciclo de vida de características exclusivamente endógenas. A juicio de Borkenau, las civilizaciones forman una cadena de generaciones cuyos eslabones están ligados entre sí según el principio de oposición al eslabón precedente.
La serie comienza en forma ineluctable con los egipcios quienes, con su construcción de pirámides, sus momificaciones y sus vastas cartografías del más allá, levantaron un monumento aún hoy impresionante a su obsesión por la inmortalidad y, más aún, apunta Sloterdijk, por una inmortalidad entendida también en un sentido corporal.
La oposición al egipcianismo fue desarrollada por las civilizaciones siguientes, las de la aceptación de la muerte, que en nuestra perspectiva actual llamamos Antigüedad. En ella encontramos en primer lugar a los judíos y los griegos, pero, asimismo, en segunda fila, a los romanos. En esos pueblos, las enormes energías absorbidas por los trabajos de la inmortalización en el régimen egipcio quedaron liberadas para dar forma a la vida política en un tiempo finito. Por ello la invención de lo político puede considerarse como la prestación acerca de la mortalidad, común de las civilizaciones mediterráneas antiguas. Entre los polos de Jerusalén y Atenas, habitualmente opuestos uno al otro, no existe, desde ese punto de vista, ninguna antítesis. Tanto en uno como en otro caso, el principio vigente es que la vida pública, en comunidades populares moralmente exigentes o en colectividades de ciudadanos que cooperan de manera sensata, sólo puede nacer si los hombres dejan de pensar sin descanso en la supervivencia de su cuerpo o su alma y, en consecuencia, tienen las manos libres para encarar las misiones de la communio y de la polis.
 Las sobretensiones originadas en el desarrollo de las colectividades políticas de ciudadanos no podían sino producir, según Borkenau, una nueva reacción inmortalista. Fue la reacción que, tras un interregno bárbaro, dio origen a la era cristiana en Europa occidental. La ‘civilización cristiana’ (concepto no precisamente acertado) constituye, en su nueva insistencia en la inmortalidad, una hija menor del egipcianismo, aunque haga hincapié en la inmortalidad del alma fundamentalmente -la preocupación egipcia por el cuerpo eterno sólo conoció una posteridad indirecta en el culto católico de las reliquias-.
Conforme al esquema de Borkenau, el inmortalismo cristiano suscitó con sus excesos necesariamente la tesis contraria. Los tiempos modernos, iniciados con el Renacimiento, son otra vez una cultura de aceptación de la muerte y se vuelve a motivar la inversión de las energías humanas en proyectos políticos. A estos se agrega, de acuerdo con el rasgo técnico fundamental de la modernidad, la alianza de toma del poder y apaciguamiento de la vida de la que debía surgir la sociedad de consumo actual. En la filiación de las civilizaciones, la modernidad sería, como comenta Sloterdijk, nieta de la Antigüedad (y, eo ipso, bisnieta de Egipto). Su opción compartida en favor de la aceptación de la muerte suministró el motivo profundo de la resonancia entre la modernidad y la antigüedad. En esa elección encontraríamos razones por las cuales un autor paradigmático de la modernidad, como Freud, pudo sentirse tan a gusto en compañía de filósofos antiguos.
La actualidad y la fecundidad del modelo de Borkenau no residen en su precaria explicación histórica, sino más bien, argumenta Sloterdijk, en el hecho de que el paso de una semántica metafísica a una semántica posmetafísica no es percibido como una cuestión de progreso en la evolución o de profundización lógica. Ese paso sería el efecto de una oscilación inevitable entre las épocas. En lo concerniente a la posición de Derrida en esa oscilación, lo que el filósofo llama deconstrucción no es, en un primer momento, más que un acto que supone una secularización semántica radical. El procedimiento deconstructivo podría describirse como un manual de instrucciones para el traspaso de las iglesias y los castillos del antiguo régimen metafísico e inmortalista a manos del Tercer Estado de los mortales. Lo extraño de ese procedimiento, sin embargo, es que Derrida no cree que los modernos tengan la energía necesaria para levantar nuevos edificios auténticos. Parece más bien inclinado a admitir la idea de que los hombres, en términos simbólicos, siguen estando condenados a habitar en edificios antiguos, más aún, que siguen viviendo en castillos con espectros, aunque crean residir en los edificios neutros de nuestra época.
Para Sloterdijk la virtud del modelo de Borkenau obedece al hecho de que puede contribuir a poner de relieve la complejidad de la posición de Derrida. Pues si también él rendía homenaje, en el modus operandi de sus trabajos, a la decisión mortalista, tal como caracteriza a la civilización judeogriega y su heredera, la civilización moderna, siempre se ha mantenido ligado al inmortalismo egipcio, pero asimismo, en menor medida, al inmortalismo cristiano. Derrida no sólo quería expulsar a los espíritus del pasado inmortalista, afirmaba que nunca se puede salir del todo del círculo de la metafísica y al mismo tiempo, persistía en reivindicar su derecho a preservar su incógnito metafísico.
Acaso habría que considerar la deconstrucción como un procedimiento destinado a defender la inteligencia contra las consecuencias de la unilateralización. Ella equivaldría, entonces, al intento de asociar la pertenencia a la ciudad moderna de los mortales con una opción abierta favorable al inmortalismo egipcio. Pero si el uso deconstructivo de la inteligencia es una profilaxis de la unilateralización, su ejercicio consumado también debe hacerse valer en la preparación del propio fin. El filósofo, en cuanto objeto pensante no identificado, estaba condenado a la opción de un doble sepultamiento. El primero en la tierra del país que había habitado con espíritu crítico y el segundo, en la pirámide colosal que él mismo se había levantado en los límites del desierto de las letras.