OBRAS SON AMORES… DE FÁBRICA.
“Toda obra de fábrica se deforma y fisura. Cuando la fisura alcanza dimensiones perceptibles a simple vista acostumbra a llamarse grieta, y cuando el dueño o responsable de la obra la advierte acostumbra a alarmarse. La grieta tiene mala fama, y tanto si progresa como si se estabiliza, se tiende a colmatar y taparla. En ocasiones es lo peor que se puede hacer; la grieta es la manifestación de un estado de equilibrio distinto al previsto, resultado del acomodo entre un terreno y una fábrica que han reaccionado entre sí con cierta heterogeneidad, no comportándose ni uno ni otra con unas mismas propiedades elásticas. Pero la fisuración –no tanto involuntaria como autónoma, situada más allá de las bases de cálculo del proyecto-, en la mayoría de los casos, no tiende al desequilibrio, no supone la ruina de la obra, sino, antes al contrario, la fragmentación y conformación de la fábrica para su mayor y definitiva estabilidad. En cambio, el intento de reconducirla a su forma primitiva para que se comporte como se pretendía en el proyecto puede en ocasiones resultar ruinoso.
El monolitismo se puede alcanzar sólo en reducidas dimensiones, y todo material tiene unos límites para ejecutar con él una sola pieza. La parte conocida de la naturaleza también obedece a esa regla, gracias a la cual la Tierra cuenta hoy con cinco continentes y multitud de valles. Cuando la obra de fábrica ha de gozar de unas dimensiones superiores al límite de monolitismo de su material, el proyectista introduce la junta -una manera de prefigurar la fisuración- para convertir la pieza única en piezas enlazadas.
Al igual que las obras de fábrica, los imperios también se fisuran, pero, a diferencia con éstas, tienden a hundirse a poco de sufrir el fenómeno. O son monolíticos o se convierten en una serie de provincias que a través de diversos procesos de autonomía pasan a ser países independientes. El papel del emperador, por consiguiente, no va mucho más allá de conservar con mano firme el monolitismo del imperio y colmatar y tapar la grieta allá donde se produzca. No hay que ser ningún experto para comprender que su función es tanto más difícil cuanto más extenso y poderoso es su imperio; una extensión y un poder que en todo momento se pueden volver contra él.
Los partidos políticos también se fisuran, pero, una vez producido el fenómeno, ¿se comportan como imperios o como obras de fábrica? He aquí una cuestión que resulta fácil de responder si se adopta una postura ecléctica: unos como imperio y otros como obra de fábrica. En verdad hay casos para todos los gustos: en nuestra historia reciente, un partido -que casi es recordado tan sólo en las memorias de políticos en voz pasiva- se agrietó de tal forma que hasta desaparecieron sus partes, como si más que un conjunto de materiales sólidos se hubiera tratado de un líquido o un humor del más alto coeficiente de evaporación.
Como quiera que se conduzcan tras su fisuración, lo cierto es que los partidos políticos
no gustan de las grietas. A todo trance tratan de ocultarlas -como algunas mujeres las arrugas- mediante toda suerte de sistemas y artes de inyección y maquillaje. La Iglesia de Roma, quizá el primer partido político de Occidente con pretensiones de dominación universal (camuflado tras el control y cura de las almas), jamás toleró la escisión y replicó siempre a la fisuración de su fábrica con el anatema, la excomunión y el cisma. En su política de preservación del monolitismo, tan distinta a la de las iglesias protestantes, antes prefirió ceder los territorios cismáticos a otras confesiones que colaborar como una pieza más al equilibrio del conjunto roto y nunca pudo aceptar la paridad de su pontífice con las otras cabezas eclesiásticas. El monolitismo, aunque fuera encerrado entre los muros vaticanos.
Tal política viene informada -y acaso determinada- por una serie de mitos que actuando de consuno producen una resultante única: uno de ellos es la infalibilidad del Papa, ligada indisolublemente a la jerarquía única y no discutible del emperador. Al imperio no le gusta la jerarquía colegiada porque la cabeza ha de ser tan única como el cuerpo, y admitir una dirección múltiple implica reconocer una constitución varia. De ahí que la suprema ley de conducta romana sea la obediencia (disfrazada de humildad color lana), y la mayor herejía, la libertad de pensamiento frente a los principios dogmáticos, tan inconmovibles, como los democráticos, aunque un poco más apolillados. El respeto incondicional a esos principios, de los que el imperio, la Iglesia o el partido no es tanto el creador cuanto el guardián y garante, viene de seguido, así como la confianza ciudadana en el triunfo de una misión que para llevarse a cabo exige la administración absoluta del poder público. Una misión que si admite el estado de no beligerancia con los infieles, tampoco renuncia a la pretensión de ampliar el imperio a costa de sus vecinos. El imperio es forzosamente dinámico y agresivo, y en cuanto, por el fortalecimiento de los pueblos asurcanos, suspende la conquista se debilita, fisura y fragmenta.
El partido político es al electorado lo que la obra de fábrica al terreno. Un artificio implantado sobre la naturaleza que sólo a posteriori se demuestra imprescindible. Como consecuencia de esa implantación -ese peso que antes no existía-, el terreno se deforma y asienta bajo la acción de la nueva carga. La obra de fábrica tiene por necesidad que acompañar en todo o en parte esa deformación; por eso se fisura y -por decirlo de una forma muy simple- se divide en dos familias separadas por la grieta: la que sigue al terreno en su movimiento de asiento y la que permanece solidaria a la fábrica. Dejando de lado por el momento el innumerable censo de subfamilias locales que siempre produce una estructura tan extensa y compleja, el partido político, cuando se fisura, también tiende a dividirse en dos familias diferentes: la de quienes acompañan al electorado en sus imprevisibles movimientos de asiento y la de quienes desean conservar la estructura proyectada lo más semejante a sí misma. Los primeros acostumbran a ser llamados pragmáticos y realistas por quienes olvidan que tanta praxis y tanta realidad encierran el terreno como la fábrica. A los segundos, a veces se les denomina idealistas, acaso porque perseveran en su fidelidad a la idea original que informó el proyecto.
Cuando la fisura ya no puede ser disimulada, el partido acostumbra a atribuirla a diferencias ideológicas, a fin de crear, entre otras cosas, una ortodoxia que, si no preserva el monolitismo, al menos refuerza la parte de la fábrica más sana y resistente. Así, se atribuyen a diferencias internas de pensamiento las distintas respuestas del partido a la evolución histórica y a su acomodo en el electorado. Los más vivos no tardan en aprovecharse de ese delicado y piadoso eufemismo que, sin haber hecho nada para merecer tal don, les otorga una sustancia ideológica de la que nunca han gozado. (Acostumbra a acompañarles un grupo de escritores de bajo contenido intelectual, siempre dispuesto a hacer suyas las protestas del sufrido pueblo y, de paso, vender más.) Cuando la fisura se convierte en grieta, esos vivos aciertan a elevar a ideología el arte de pegarse al terreno; aciertan a sujetarse a él -al terreno, al electorado- y perseverar en su dominio. Pero es imposible que de ellos salga un proyecto”.
[Para deconstruir los partidos, en tiempos convulsos, unas consejas añejas, que siguen estando actuales, de Juan Benet que fue escritor e ingeniero].
Que tal,
ResponderEliminarMe ha gustado tu articulo. Hay otгos post no mе convencen tanto, peгο en geneгal son bastante buenoѕ.
Sаludoѕ!
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