Al
tratar de Walter Benjamin resulta
casi inevitable hacer referencia a la imagen que tenemos de él como persona: la
imagen del indefenso. Esta imagen concuerda con la delineada por Hanna Arendt
en su retrato del ‘buckliger’
(jorobado, corcovado, cheposo) y se ha impuesto cada vez que se ha intentado determinar
la posición de Benjamin en el mundo en que le tocó vivir. Sin duda es una
imagen conseguida, pero también, unilateral, incompleta y, a esa escala,
tramposa.
Las
malas relaciones con el padre -gemelo berlinés, podría entenderse, de ese otro
padre paradigmático que, en esos mismos años, le hacía la vida imposible a
Kafka en Praga-, los malentendidos frecuentes con familia y amigos y la
inadaptación a la vida académica de la universidad, son rasgos típicos de la escasa
sociabilidad de quién no se hallaba en buenos términos con el mundo y que sin
duda llevaba las de perder. A esto se añadirían sus malas relaciones con el
dinero, y su administración, que, si bien no le impedían el capricho de acceso
a objetos culturales, mantuvieron su vida en una situación precaria de relativo
bienestar, de desequilibrio económico permanente.
Esta
inadecuación con los usos y costumbres de su tiempo, ha dado a Benjamin la
apariencia de alguien anacrónico o excéntrico. Pero, más allá de eso, fue el
resultado necesario de una vida que, para afirmarse como tal, tuvo que
cumplirse contra corriente, en medio de una propuesta de incompatibilidad
con las condiciones en las que debe desenvolverse. Su indefensión, en ese
sentido, fue activa, no pasiva, no fue una indefensión sufrida sino provocada
por él mismo. Expresaba una afectividad ambivalente ante una realidad global,
sintetizadora de todas las realidades particulares de su experiencia; una
realidad en la que no era posible distinguir la percepción que él experimentó a
un tiempo como fascinante y amenazadora o como deseable y repulsiva. Esta
realidad a la que, siguiendo a su héroe Baudelaire, hemos dado en llamar modernidad
y es la que él intentará descifrar a lo largo de toda su obra.
Walter Benjamin fue uno de los grandes autores con los que contó la cultura occidental europea en los años veinte y treinta de este siglo; uno de los más inquietos y agudos cultivadores y críticos de esa cultura y de la vida moderna que la ha sustentado. Fue prototípico del intelectual europeo moderno, pero de un modo particular, propio de una condición específica a la que suele llamarse la ‘condición judía’.
Cuando
se ha hablado de la cultura occidental europea y se la ha querido ver como una
cultura que contendría el esbozo de una cultura universal, más allá de los
particularismos nacionales de los pueblos europeos, el contexto al que se ha hecho
referencia es una construcción imaginaria [constructo]
en la que sólo algunos de los europeos habitarían realmente. Se habría hablado,
en verdad, no de una realidad sino de un sueño.
El
sueño de una cultura europea en el que vivió Benjamin fue un sueño que comenzó
a adquirir forma a finales del siglo XVIII con el ‘Siglo de la Luces’ y que se
desvaneció con la Segunda Guerra Mundial en el pasado siglo XX, que ha podido
considerarse como un ‘Siglo de Tinieblas’. Era un sueño que intentó contrarrestar
los efectos devastadores de la barbarie nacionalista por la que había decidido
marchar la historia de la modernización capitalista y que pretendía afirmar esa
sociabilidad que resulta indispensable para la civilización moderna, en la
medida en que implicaba un modelo de una cultura del ser humano en general, más
allá de las determinaciones que provengan de las comunidades convertidas en
estados, con su concreción atávica excluyente.
Es
comprensible que entre los principales constructores de la alta cultura europea
se encontraran aquellos que deseaban que ese sueño se volviese una realidad,
porque de ello dependía la justificación de su propia identidad, la de la
cultura judía que, por ser una identidad ‘abstracta’, permitía una capacidad de
salvaguardar esa identidad perdiéndola aparentemente y ése sería el carácter
proteico de la identidad cultural judía. Por eso, el sueño de una cultura europea
cosmopolita, universal, se acometió en gran medida desde la condición judía, entre
los que se podrían denominar intelectuales judíos, en quienes prendió la
ilusión dominante de ser europeos. Eran
aquellos que reconocían, dentro de la comunidad judía, que el pueblo judío no podía
ni necesitaba tener ya otro territorio que no sea el libro, la Escritura, porque,
como escribe George Steiner, donde se jugaba la identidad judía es en la
estructuración de los contenidos de un código cultural más que en los
contenidos mismos. Eran, pues, aquellos que creían ver la posibilidad de su
integración, como judíos, en una sociedad europea de nuevo tipo, moderna, cosmopolita,
cuya cultura parecía estar en proceso de liberarse de ciertas marcas de su
identidad que se habían convertido en emblemas superficiales y de constituirse como
una propuesta de cultura universal.
*
[continuará]
Este texto es de Bolívar Echeverría y es parte de “La condición judía y la política” en Tesis sobre la Historia y otros fragmentos. México D.F. Itaca, 2008.
ResponderEliminar