viernes, 18 de diciembre de 2020

Hacer visible lo invisible

 [con motivo de una antigua exposición en el Pompidou]

Archivando, con toda la nostalgia permitida, los últimos ejemplares de 2011 de la revista CIRCO (editada por Mansilla, Tuñón y Rojo), ojeo la nº 172, y en relación con Herzog & De Meuron leo que alguna de sus obras primeras revelan ahora, como en Novalis, lo visible de lo invisible.

La referencia no me era desconocida ya que Luis Fernández-Galiano en El País  [‘La belleza súbita’] había hablado al respecto de que en una extensa conversación con el fotógrafo Jeff Wall, Jacques Herzog se había enfrentado, con áspera lucidez –dice-, a la relación de la arquitectura con la innovación formal y la originalidad estética, reconociendo su deuda con el romanticismo de Novalis o los dibujos de nubes de Goethe y manifestando la incompatibilidad entre su sensualismo amante de las imágenes y el fervor iconoclasta protestante que alimenta la abstracción artística.
“Siempre me ha fascinado un poco la forma en que Novalis y Goethe interpretan el romanticismo”. Se lee en efecto en ‘Una conversación entre Jacques Herzog y Jeff Wall’ [Gustavo Gili Ed. Barcelona, 2006].

En Novalis se traduciría mejor como “lo visible contiene a lo invisible”  ya que, según él, estamos más estrechamente relacionados con lo invisible que con lo visible.
Aunque, más estrictamente, para Novalis es la lengua, finita y relativa, la que puede indicar lo que no puede explicar y expresar, es decir, lo infinito y lo absoluto. En otras palabras, el lenguaje puede implicar que lo que no sea expresable, al ser conscientes de las limitaciones de lo que es el lenguaje, se pueda explicar. Por lo tanto, lo visible y lo invisible, lo expresable y lo inexpresable, lo finito y lo infinito, lo  absoluto y lo relativo, conceptual e imaginariamente  pueden ser presentados en forma de lenguajes poéticos.
[Vide A. Pau.- ‘Novalis. La nostalgia de lo invisible’. Ed. Trotta. Madrid, 2010].

En otra ocasión, Fdez.-Galiano remataba la cuestión, también en ese periódico [‘Construir del natural’], consignando que la obra de Herzog & De Meuron, más alquímicos que orgánicos –dice-, había transitado con violencia sensual del mínimo al máximo sin fingir soluciones de continuidad, tiñendo la naturaleza con el artificio de la invención, pero sin poder evitar un pálpito de empatía romántica y que esa farmacopea formal ha terminado ofreciendo poemas alpestres donde Goethe se desliza hasta la antroposofía de Steiner y donde Novalis late en las danzas iluminadas de Monte Verità.

No es casual el señalamiento de esa deriva hacia unas influencias que habían sido fundamentales en el pensamiento teosófico de Kandinsky y de Mondrian pero no de Klee.
(Así, el Centro Klee en Berna no fue proyectado por los suizos Herzog y De Meuron y sí por el italiano Piano).

 

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La referencia volvía a aparecer al estudiar las influencias primeras en un importante moderno pintor no nacionalista.

En efecto, Pablo Palazuelo, que fue premio Kandinsky, reconoce en ‘Escritos. Conversaciones’ [Ed. C.O.A.A.T. Murcia, 1998] que, paradójicamente, Paul Klee fue una revelación para él y le produjo una profunda impresión su relación con la energía –su intensidad y dinamismo- en la naturaleza. Un Klee atraído hacia lo vivo que, no obstante, hablaba sobre la línea como vehículo de energías que proceden del trasfondo de la materialidad. “Una línea que sueña”, que abre nuestra visión, en fin, una línea que puede hacer visible lo invisible.
En definitiva, el interés por el arte en Palazuelo surgió, después de la segunda guerra mundial, al conocer principalmente la obra de Paul Klee, frente a Kandinsky o Mondrian, explica J. Maderuelo en ‘El plano expandido’ [Ed. Abada. Madrid, 2010]  y cita, como exergo del primer capítulo, a Klee: “El arte no expresa lo visible sino que hace  visible lo inefable”. Y reseña que proviene de su ‘Confesión creadora’ [Ed. Verlage. Berlín, 1920] sin que en ningún momento se relacione con Novalis.
También dicha premisa “Hacer visible lo invisible” se rastrea en el libro de Paul Klee ‘Teoría del arte moderno’ [Ed. Calden. Buenos Aires, 1976]. En su reciente reedición [Ed. Cactus. Buenos Aires, 2007] leemos como Klee afirma más específicamente que: El arte no reproduce lo visible; vuelve visible”.
Y otro matiz nos lo proporciona W. Grohmann en una de sus obras sobre Klee [Ed. Timun Mas. Barcelona, 1962], en la que explica que el principal objeto del arte para ese pintor no es expresar lo visible, sino hacer visible. Klee se propondría entonces en sus obras manifestar lo invisible.

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‘En la cantera de Ostermundingen, dos grúas’. P. Klee 1907.

 

“El pez en el puerto” P. Klee 1916.

 

“Mural del templo de la Nostalgia” P. Klee 1922.
(by google)
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No obstante, en el arte moderno según M. Foucault, (distinguiendo en su célebre ‘Ceci n’est pas une pipe’ [Ed. Fata Morgane. Montpellier, 1973] que la semejanza sirve a la representación mientras que la similitud sirve a la repetición), si Kandinsky puso en crisis con su pintura la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un vínculo representativo, Klee puso en crisis la separación entre representación visual plástica y referencia lingüística.

Lo que sí es significativo al respecto es que en una carta del pintor René Magritte a Foucault [op. cit.], ese ‘cazador de similitudes perdidas’ (como le denomina M. F.) escriba un paradigma para cerrar la presente genealogía [no exenta de sus propias claves]:
“Las ‘Meninas’ son la imagen visible del pensamiento invisible de Velázquez”.

Tipo Material.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

A vueltas con Babel [II]

Ninguno de los edificios que el hombre habría de construir sería tan inquietante y estaría tan lleno de significados como la torre, que sigue proyectando su sombra en la imaginación de los hombres.
Acaso porque siguen existiendo la multiplicidad y la confusión de las lenguas, o quizá porque, cada vez que el hombre concibe una nueva y desmesurada ambición, se ve asaltado durante un instante por el recuerdo de la primera gran catástrofe tecnológica.

Proyecto de una ruina [*].

        “La construcción de la torre de Babel no surgió de un acto de orgullo, sino de la misma desesperación. Según el relato bíblico, los hombres hablaban una única lengua y las palabras eran iguales para todos, mas no tenían un nombre.
Misterioso y ciertamente terrible era este desierto onomástico por el que se movían los hombres, que cargaban sobre sus espaldas con la expulsión del jardín del Edén y con el Diluvio. Los hombres ya no se hacían ilusiones: Dios, el Dios que los había creado de la nada, no los amaba. Desconfiaba de su ambiciosa inteligencia, los temía quizá (…) No obstante, Dios no exterminó a los hombres (…) ¿Acaso porque el hombre ya había descubierto la muerte y se había vuelto por ello invulnerable? Cuando el hombre se dispone a construir la torre que habrá de llevar dicho nombre, el suplicio -entre pérfido e irónico- escogido por Dios será el siguiente: los hombres no tendrán nombre. Si se dividiesen, serían ajenos unos a otros, las distancias se volverían incolmables. Pero disponían de una lengua única: podían nombrarlo todo, pero no a sí mismos. Alguien les persuadió: si construían una torre que llegase hasta el cielo, podrían tener un nombre (…)
Mas el proyecto era a un tiempo temerario y humilde, querían construir una ciudad y una torre. La ciudad, la torre y el nombre formaban una tríplice alianza, proponían la salvación definitiva.
No olvidemos el temor a dispersarse que turbaba a los hombres; si tuviesen un nombre, no habrían de dividirse, así que tendrían una ciudad; la torre les proporcionaría un nombre; de este modo ciudad, nombre y torre constituirían un sistema sagrado, total, salvador (…) Dios comprendió que si el hombre arrancaba al cielo el nombre que le correspondía sucedería algo semejante a lo que aconteció en el Edén: el hombre se conocería a sí mismo, el hombre no se dispersaría jamás. La dispersión del hombre era algo irrenunciable en el proyecto de Dios. Por tanto Él no podía tolerar que el hombre llegase a nombrar, además de las cosas creadas, a sí mismo. El nombre del hombre sólo era conocido por Dios, y Dios lo mantenía oculto.
Pero los hombres estaban desesperados, amenazados por la locura, porque no tenían un nombre. Así que, todos juntos, trabajaron en la Ciudad, en la Torre, en el Nombre. Fracasaron; pero lo consiguieron. No lograron la ciudad, no perfeccionaron la torre, no obtuvieron el nombre, mas desde aquel momento la obra interrumpida tras la expulsión del Paraíso Terrenal volvió a reanudarse, para no ser suspendida nunca más. Por todas partes se construyen ciudades que terminan por no ser más que ruinas, torres que acaban derrumbándose, se dicen Nombres impronunciables. Y en las alturas, Dios no encuentra alivio; Dios tiene miedo, Dios planea diluvios.

  
 [Joseph Beuys. Cosmos y Damián, 1974 Tarjeta postal, Edition Klaus Staeck]. 

La torre de Babel, la ciudad de Babel, eran grandes; eran conjuntos de edificios de infinitas dimensiones; los pintores que vieron la Ciudad y la Torre en sus sueños comprendieron que, en realidad, se trataba de construir un mundo, y de situarlo en torno a su centro, un centro capaz de unir el centro de la tierra con el centro del cielo. En las grandes pinturas se ve con claridad que, para evitar la dispersión, todos los hombres tuvieron que vivir juntos en una única ciudad con infinitas calles, y casas, y plazas, y jardines, y almacenes, y termas, y arcos; y todos tuvieron que trabajar en la torre; la torre no era obra de un genio, invención de un arquitecto, inspiración de un artista: era la obra total del hombre, del hombre dedicado a la captura del nombre. Si observamos con atención las imágenes plasmadas en color y dibujo de este infinito proyecto, veremos que todos ellos trabajaban juntos en la cotidianeidad de la ciudad y en la eternidad de la torre (…) todos aquellos que en vano, aunque con fidelidad y constancia, lucharon por capturar el nombre y que, con palabras sencillas y quizás arcaicas, encomendaron la tarea a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Sí, puede que fuese éste el ardid del Dios rencoroso. Las generaciones iban sucediéndose y la torre subiendo, pero la distancia entre la torre, entre la cota alcanzada con dificultad, y la ciudad seguía aumentando (…) ¿Estuvo siempre claro por qué habían emprendido tan ardua e imposible construcción? La ciudad se volvió sin duda enorme, tan enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los de otro barrio; y entonces sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo estando todos en la misma ciudad.
Probablemente bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron divididos en una multitud de multitudes, en una miríada de naciones aisladas, capaces de entenderse, pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos constructores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticias de ella, de la ciudad que habían abandonado sus padres (…)
La agonía fue sin duda lenta (…) la torre empezó a derrumbarse: se quebraron los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron los terraplenes (…)
Pero como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron la mole hormigueante de la torre (…) se dieron cuenta de que de vez en cuando (…) tan sólo con asomarse, con aguzar la vista cansada, verían surgir una torre, una torre que era a un tiempo una ruina, un entramado de ruinas y una obra perfecta, de absurda, de no humana perfección (…)”

Giorgio Manganelli, 1989.
[* Revista FMR nº 77]

martes, 26 de mayo de 2020

Benjamin, productivista [y IV].


           B) Otro tránsito que conduce al desbordamiento, es el conduce desde la fotografía al fotomontaje, que mostraría cuál es el sentido político del procedimiento del artista, una desublimación de su labor, identificada con el trabajo, el cual deviene así tanto sujeto productivo como objeto de representación de la obra. La vinculación progresiva de la tarea del arte con el trabajo obrero se encuentra en la articulación que se produce por medio de una invención técnica, de una innovación en el aparato de producción. El autor se inserta en las relaciones de producción que son el objeto de su trabajo, operando en el interior de un aparato de producción que modifica mediante una invención técnica.
Ciertas fronteras de la vanguardia histórica hacen surgir así, escribe Expósito, una inviabilidad de orden racional, cual es que la desconexión progresivamente más radical del signo con respecto a su referente permite romper el ilusionismo con el que la obra aurática envuelve al espectador, para pasar a mostrarle la evidencia de la obra como un artefacto material que no representa sino que pertenece al orden de la realidad. La radicalización de los procedimientos, el rechazo completo de la representación llevan al arte a girar sobre sí tautológicamente, la única realidad material con la que el espectador conecta a través de la obra no es sino estrictamente la obra de arte como constructo material. La superación de tal contradicción sólo puede darse mediante un cambio de paradigma fuera de la lógica interna de los procedimientos tautológicos de la fase de laboratorio de la vanguardia.
La vanguardia adoptó entonces nuevas metodologías, ya que se trataba de soluciones para ese cambio de paradigma. Por ejemplo, para atravesar el umbral de su paradójica tautología, se pueden citar tres:
1.- El desbordamiento del 'marco' de la obra de arte para pasar a hacer del arte una actividad colectiva.
2.- La incorporación de fragmentos de la realidad en la superficie bidimensional del cuadro, a partir del ‘fotomontaje’, como una forma de realismo antinaturalista.
3.- La producción de artefactos, dispositivos y acontecimientos habitables por el sujeto-espectador, cuya finalidad es la transformación de la subjetividad colectiva en un sentido emancipatorio, incluso mediante la efectuación de un arte sin obras.
La vanguardia, en definitiva, superaría el límite de su fase de laboratorio, para pasar a hacer del arte una práctica que evolucionaría en el interior del siguiente diagrama propuesto por Expósito:


[*] Vide Walter Benjamin, productivista. Marcelo Expósito. Ed. Consonni. Bilbao, 2013.


[images by Google]

Benjamin, productivista [III].


            3. LA VANGUARDIA ARTÍSTICA.
A) Si se considera out of joint... es decir: fuera de quicio, ¿de qué marcos podemos decir que se desencajó el arte de vanguardia? pregunta Expósito.
Habría que entender la vanguardia como un proceso de tránsito en el que el arte reduce progresivamente la representación clásica a su grado cero. Cuando se decide romper con la naturalización del vínculo entre la realidad y su representación pictórica, al desvelarse por el contrario el carácter técnico de la representación naturalista, se alcanza un umbral que viene caracterizado por una aporía, una contradicción insoluble: la negación del vínculo naturalista de la representación con la realidad externa al cuadro conlleva la imposibilidad en términos absolutos de reanudar un vínculo con lo real en el nuevo régimen de visualidad de la vanguardia no-objetiva. La obra de arte se muestra a sí misma como un objeto material autónomo.
El cuadro como un artefacto concreto, es un elemento más de la realidad material del mundo. Se imposibilita que la obra pueda seguir siendo percibida al interior de un ritual y por tanto se desvanece el efecto aurático. Ese artefacto que se muestra como un objeto material -que no representa a la realidad sino que es él mismo un objeto real- se veda a sí mismo facilitar al espectador una relación con el mundo material que no sea la estricta observación del objeto artístico en cuanto tal.
La vanguardia ensaya desbordamientos del marco pictórico y construcción experimental de otras realidades posibles que el espectador puede experimentar habitándolas.
Ese grado cero se puede encontrar, según Expósito, en El Lissitzky, quien proyectó el pabellón de la URSS construido para la Exposición Internacional del Deutscher Werkbund, en Colonia en el año 1928. El Lissitzky reunió un amplio equipo de trabajadores artistas y no artistas para erigir ese pabellón. La URSS debía mostrar el socialismo como un progreso de las condiciones de vida de la clase trabajadora, con la ayuda del desarrollo industrial y económico del país.
El profesor de arte Benjamin Buchloh calificó como ‘arquitectura semiótica’ este soberbio artefacto. Se trataría de un dispositivo de comunicación que incorpora a escala arquitectónica las formas experimentales producidas durante la fase de laboratorio de la vanguardia.

 

[*] Vide Walter Benjamin, productivista. Marcelo Expósito. Ed. Consonni. Bilbao, 2013.
[sigue]