Ninguno de
los edificios que el hombre habría de construir sería tan inquietante y estaría tan lleno de significados como la torre, que sigue proyectando
su sombra en la imaginación de los hombres.
Acaso porque
siguen existiendo la multiplicidad y la confusión de las lenguas, o quizá porque, cada vez que el hombre concibe una nueva y desmesurada ambición, se ve asaltado durante
un instante por el recuerdo de la primera gran catástrofe tecnológica.
Proyecto de una
ruina [*].
“La construcción de la torre de Babel no surgió de un
acto de orgullo, sino de la misma desesperación. Según el relato bíblico, los
hombres hablaban una única lengua y las palabras eran iguales
para todos, mas no tenían un nombre.
Misterioso
y ciertamente terrible era este
desierto onomástico por el que se movían los hombres, que cargaban sobre sus
espaldas con la expulsión del jardín del Edén y con el Diluvio. Los hombres
ya no se hacían ilusiones: Dios, el Dios que los había creado de la nada, no
los amaba. Desconfiaba de su ambiciosa inteligencia, los temía quizá (…) No
obstante, Dios no exterminó a los hombres (…) ¿Acaso porque el hombre ya había
descubierto la muerte y se había vuelto por ello
invulnerable? Cuando el hombre se dispone a construir la torre que habrá de
llevar dicho nombre, el suplicio -entre pérfido e irónico- escogido por Dios
será el siguiente: los hombres no tendrán nombre. Si se dividiesen, serían
ajenos unos a otros, las distancias se volverían incolmables. Pero disponían de
una lengua única: podían nombrarlo todo, pero no a sí mismos. Alguien les
persuadió: si construían una torre que llegase hasta el cielo, podrían tener un
nombre (…)
Mas
el proyecto era a un tiempo temerario y humilde, querían construir
una ciudad y una torre. La ciudad, la torre y el nombre formaban una
tríplice alianza, proponían la salvación definitiva.
No
olvidemos el temor a dispersarse que turbaba a los hombres; si tuviesen un
nombre, no habrían de dividirse, así que tendrían una ciudad; la torre les
proporcionaría un nombre; de este modo ciudad, nombre y torre
constituirían un sistema sagrado, total, salvador (…) Dios comprendió que si el
hombre arrancaba al cielo el nombre que le correspondía sucedería algo
semejante a lo que aconteció en el Edén: el hombre se conocería a sí mismo, el
hombre no se dispersaría jamás. La dispersión del hombre era algo irrenunciable
en el proyecto de Dios. Por tanto Él no podía tolerar que el hombre llegase a
nombrar, además de las cosas creadas, a sí mismo. El nombre del hombre sólo era
conocido por Dios, y Dios lo mantenía oculto.
Pero
los hombres estaban desesperados, amenazados por la locura, porque no tenían un
nombre. Así que, todos juntos, trabajaron en la Ciudad, en la Torre, en el
Nombre. Fracasaron; pero lo consiguieron. No lograron la ciudad, no
perfeccionaron la torre, no obtuvieron el nombre, mas desde aquel momento la
obra interrumpida tras la expulsión del Paraíso Terrenal volvió a reanudarse,
para no ser suspendida nunca más. Por todas partes se construyen ciudades que
terminan por no ser más que ruinas, torres que acaban derrumbándose, se dicen
Nombres impronunciables. Y en las alturas, Dios no
encuentra alivio; Dios tiene miedo, Dios planea diluvios.
[Joseph
Beuys. Cosmos y Damián, 1974 Tarjeta postal, Edition Klaus Staeck].
La
torre de Babel, la ciudad de Babel, eran grandes; eran conjuntos de edificios
de infinitas dimensiones; los pintores que vieron la Ciudad y la Torre en sus sueños
comprendieron que, en realidad, se trataba de construir un mundo,
y de situarlo en torno a su centro, un centro capaz de unir el centro de
la tierra con el centro del cielo. En las grandes pinturas se ve
con claridad que, para evitar la dispersión, todos los hombres tuvieron que
vivir juntos en una única ciudad con infinitas calles, y casas, y plazas, y jardines, y almacenes, y termas, y arcos; y todos
tuvieron que trabajar en la torre; la torre no era obra de un genio, invención de un arquitecto, inspiración de un artista: era la
obra total del hombre, del hombre dedicado a la captura del nombre. Si
observamos con atención las imágenes plasmadas en color y dibujo
de este infinito proyecto, veremos que todos ellos trabajaban juntos en la
cotidianeidad de la ciudad y en la eternidad de la torre (…)
todos aquellos que en vano, aunque con fidelidad y constancia,
lucharon por capturar el nombre y que, con palabras sencillas y quizás
arcaicas, encomendaron la tarea a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Sí,
puede que fuese éste el ardid del Dios rencoroso. Las generaciones iban
sucediéndose y la torre subiendo, pero la
distancia entre la torre, entre la cota alcanzada con dificultad, y la
ciudad seguía aumentando (…) ¿Estuvo siempre claro por qué habían emprendido tan ardua e imposible
construcción? La ciudad se volvió sin duda enorme, tan
enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los de otro
barrio; y entonces
sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección
del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo
estando todos en la misma ciudad.
Probablemente
bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron
divididos en una multitud de multitudes, en una miríada de naciones aisladas,
capaces de entenderse, pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos
constructores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una
ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan
lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticias de ella, de la ciudad que
habían abandonado sus padres (…)
La
agonía fue sin duda lenta (…) la torre empezó a derrumbarse: se quebraron
los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron
los terraplenes (…)
Pero
como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó
a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron
la mole hormigueante de la torre (…) se dieron cuenta de que de vez en cuando (…) tan sólo con asomarse, con
aguzar la vista cansada, verían surgir una torre, una torre que era a un tiempo
una ruina, un entramado de ruinas y una
obra perfecta, de absurda, de no humana perfección (…)”
Giorgio
Manganelli,
1989.
[* Revista FMR nº 77]
[* Revista FMR nº 77]
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