“Control de daños:
Arte y Destrucción desde 1950”, exposición organizada por, entre otros, el
Museo Hirshhorn en Washington , del 24 octubre 2013 hasta 26 mayo 2014, ofrece una visión
general de un motivo recurrente.
Si bien la destrucción como tema puede ser rastreado en toda
la historia del arte, desde la reciente era atómica se ha convertido en un
elemento cultural dominante. En los años inmediatos a la Segunda Guerra
Mundial, para invocar la destrucción en el arte bastaba evocar la guerra en sí misma:
la terrible devastación que la guerra provoca y, por supuesto, el Holocausto. El
Arte parecía impotente frente a esa terrible historia.
Pero a principios de la década de 1950, con la escalada de
la carrera armamentista y la perspectiva de la aniquilación nuclear, el tema de
la destrucción en el arte adquirió una nueva energía y significado. En las
décadas posteriores, la destrucción se ha mantenido como un componente esencial
de la expresión artística.
La destrucción también ha sido empleada como un medio para
cuestionar las instituciones de arte o desafiar el sentido mismo del arte. Otros
artistas adoptaron enfoques más conceptuales o simbólicos para hacer frente a
la posibilidad de la destrucción en el mundo o como una reacción a las
convenciones sociales. En muchas de las obras de arte, independientemente del
período de tiempo, medio, o la intención, el deseo de controlar la destrucción
o hacer hincapié en la relación integral entre la construcción y la destrucción
es cardinal.
Pero sea como rebelión o protesta, como espectáculo y
liberación, o como una faceta importante de la re-creación y la restauración,
es evidente que, a nivel internacional, para generaciones de artistas la
destrucción ha servido como un contexto esencial para considerar y hacer
comentarios acerca de gran parte de la serie de cuestiones artísticas,
culturales y sociales acuciantes de nuestro tiempo.
Heidegger consideraba imposible
tratar del ser sin tratar del tiempo y Ortega
concebía la vida como realidad rigurosamente temporal, sólo accesible a
la razón vital e histórica.
Mucho antes que ellos, sin Agustín
de Hipona el tiempo no podría entenderse.
“El
mundo no fue hecho en el tiempo, sino con el tiempo... El tiempo es creación,
implica un pasado, un futuro y un presente. Pero el pasado ya no existe y el
futuro aún no es…
Que el pasado ha muerto, que el porvenir empieza hoy por primera
vez y que el presente es radicalmente nuevo, es verdad, pero una verdad
relativa al sujeto, ya que el individuo humano es un ser temporal.Como seres temporales, cada uno de nosotros no existiría más
que en esa parte del tiempo que nos parece única, o al menos sería única para
cada cual: el presente…
En
relación con el presente, éste no sería más que un continuado dejar de ser, un
continuo tender hacia el no ser.
Por
ello los tiempos serían tres: El presente del pasado, el presente del futuro y
el presente del presente”.
Pero, como dejó dicho J.-L. Godard,
'el presente sólo existe en las malas películas'.
El momento
de la muerte, que somete la totalidad del cuerpo a las leyes de la mecánica, sería
entonces, escribe Rosset, necesariamente el momento cómico por excelencia. El
muerto sería eminentemente cómico si persistimos en hacer coincidir lo vivo y
lo mecánico, si optamos por tratar al cuerpo muerto como el de un vivo que
fingiera un considerable momento de inercia.
Pace Lucrecio: ‘La máscara cae y la
realidad aparece, como en la muerte’.
En otro
orden de cosas, se podría considerar la imagen de un cadáver como una caricatura
completamente lograda, porque llevaría a su término la empresa de reducción a
la muerte que ya se gestaba en la imagen caricaturesca. La calavera, no la máscara
funeraria, sería indudablemente la imagen del rostro reducido a cuerpo del que
se refleja en el espejo de la muerte. Pero el caricaturizado, apunta Rosset, no
estaría del todo muerto, aunque tampoco estaría del todo vivo, si bien no habría
adquirido todavía la rigidez de la muerte, habría perdido lo esencial de la
movilidad de la vida. Lo que caracterizaría a la caricatura sería el
levantamiento de las falsas apariencias, como en una danza macabra.
‘¿Qué queda en esa imagen del cuerpo
muerto?’ se
pregunta Rosset. Quedaría el cuerpo. El estado de muerte habría respetado
perfectamente las características físicas y no podría quejarse de ninguna
alteración fraudulenta. Ese doble de uno mismo que ofrece su cadáver sería un
doble perfecto, la imagen más fiel que pueda tenerse de uno mismo. No habría
ninguna diferencia material entre un cuerpo vivo y un cuerpo recientemente
fallecido. Ese cuerpo sería más que una imagen perfecta, pues no sería otro que
sí mismo.
Sin
embargo, el rechazo de nuestro cadáver como imagen de nosotros mismos, traduciría
un rechazo general del cuerpo. El cadáver no sería la suma del cuerpo, sino su
resto, su despojo: haría falta allí
un elemento que estaba presente cuando estaba vivo y que ha desaparecido en el
momento de la muerte. Ese elemento constituiría lo principal de la sustancia de
la que están compuestos los fantasmas.
La creencia
en la existencia de los fantasmas sería
entonces el fruto de una cierta lógica. Nada más necesario en efecto, si se
desease mantener una diferencia entre el hombre y su cadáver, que la existencia
de los fantasmas. Si en el hombre vivo habría algo que no
existiría en el hombre muerto y si nada podría perderse en la
naturaleza, sin duda sería preciso que ese algo que le faltaría al cadáver continuase
existiendo en alguna parte. Luego habría en el espacio seres constituidos de
esa sustancia de la que el cadáver ha sido despojado. Los fantasmas existirían.
De esa
manera el enterrador podrá tomar el cuerpo, pero dejando de lado esa parte que
no estaría muerta. Nunca enterraría al correspondiente fantasma. Lo que tendría
además correspondencia con ese atávico terror a ser enterrado vivo.
No
obstante, por encima de todo operaría la democracia de la muerte: la
igualdad de los cadáveres consuela la desigualdad de los vivos.
Heidegger encarnó, no sólo los aspectos ciertamente complejos y
heredados del nazismo -la Selva Negra, la cabaña, su vestimenta rústica, podrían
haber llegado a simbolizar y significar un potencial renacimiento de la
barbarie teutónica-, sino la orgullosa convicción de que el alemán, la lengua
de los grandes filósofos, podría por sí sola (junto con el griego antiguo)
exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. El patrimonio
hebreo en la cultura occidental, tan vital para otros, jugó un papel casi
inexistente en las fuentes de Heidegger.
Las líneas que relacionarían, en brillante precisión de las autoridades
berlinesas, el ‘nazismo privado’ de Heidegger con los argumentos ontológicos y
con las revisiones de otros filósofos, todavía no habrían sido dilucidadas con
precisión responsable. En lo que no habría duda es en lo profundo de las
implicaciones de Heidegger en la catástrofe alemana, en la gravedad de su caso y
en las tácticas de evasión con las que se aseguró su estatus después de la
guerra y en las que se erigió su encumbramiento.
Sus pronunciamientos sobre la ‘infección del judaísmo’ en la vida
espiritual alemana, son anteriores a la ascensión de Hitler al poder. Los
discursos que pronunció elogiando al régimen, su trascendente legitimidad y la
misión del Führer, perduran en la ignominia, así como la decisión de un
orgulloso Heidegger de reimprimirlos en su Introducción
a la metafísica, famosa definición de los altos ideales del
nacionalsocialismo. Otro apotegma, aún más célebre, ocurrió en una de las
lecturas que Heidegger pronunció en Bremen, en la que equiparó la masacre de
seres humanos, con la agricultura en serie y la tecnología moderna. Pero como
la entrevista publicada por Der Spiegel
aclaró meridianamente, Heidegger simplemente no estaba dispuesto a expresar
cualquier opinión directa sobre la Shoah o sobre el papel que él desempeñó en
el miasma retórico y espiritual del nazismo. Era un silencio formidablemente
astuto.
"Existe, desde luego, un hospital al que puede retirarse con honor
cualquier poeta malogrado como yo: la filosofía".
F. Hölderlin
(“Carta a
Neuffer” del 12 de Noviembre de 1798)
Morphing Martin Heidegger vs. Walter Benjamin. [YouTube]
¿Es posible
colocar ahora, frente a frente, a dos de los filósofos alemanes más representativos
del siglo XX, cuyas perspectivas han marcado el desarrollo de la filosofía
contemporánea?
Aunque más
que confrontar sus respectivas obras, resultaría más interesante aún, descubrir
los vínculos que nos permitan comprenderlas como pertenecientes a un mismo
contexto socio-histórico y, por lo tanto, compartiendo un mismo horizonte de
temas y problemáticas.
Así, por
ejemplo, a partir de sus reflexiones en torno a la obra de arte, aunque tanto
para Benjamin como para Heidegger, el arte se convirtió en un mero pretexto
metodológico para plantear una serie de cuestiones que se han revelado
finalmente como las que realmente les interesaban.
Si bien no ha
quedado constancia de que ninguno de ambos pensadores tuviera acceso a las
reflexiones del otro, sus respectivas aproximaciones a la naturaleza de la obra
de arte compartirían, sin embargo, una serie de coincidencias que tal vez
habría que atribuir al propio clima de confrontación ideológica que caracterizó
a la época de su nacimiento. Como el propio Heidegger ha apuntado en varias ocasiones,
para que pudiera existir una discrepancia es preciso que existiese previamente
una cierta conformidad fundamental.
En el caso
que nos ocupa la realidad sería, sin embargo, la contraria y la innegable
relevancia de las coincidencias no sería sino la forma a través de la cual se
manifestaría una radical divergencia de fondo. Si, en el nivel primario de consideración
hermenéutica, se ha producido una coincidencia de perspectivas, éstas han nacido
simplemente de la constatación de un hecho cultural, cual es, que el arte se había
acabado convirtiendo en el último refugio de lo sacro frente a la insaciable
voluntad de desvelamiento que caracterizaba al pensamiento científico
ilustrado. Sin embargo en Benjamin, el arte muere de inanición en
un mundo en donde instrumentalidad y expresión no tienen por qué resultar contradictorios,
puesto que, realmente, desde un análisis materialista, no lo habían sido nunca
a lo largo de la historia. Y en Heidegger esta consecuencia se manifiesta de
una forma que podría aparecer contradictoria y que, finalmente, sólo es
paradójica con su reivindicación de la función oracular de la obra de arte, descabalgado al
sujeto de su preeminencia creadora, el arte pasaría a ser el arte del ser por
antonomasia.
Otra manera
posible de abordar sus semejanzas y diferencias a propósito de ese límite
incierto y arriesgado en el que la filosofía y la literatura se encuentran para
crear una relación compleja y enriquecedora es, por ejemplo, a partir de los
trabajos de Benjamin y Heidegger que fueron dedicados a interpretar la obra del
poeta Friedrich Hölderlin.
Heidegger,
al examinar la obra de Hölderlin que le permitiría comprender la pregunta por
el Ser, encontrará en la esencia de la poesía, al igual que Benjamin, la
determinación que igualaría el destino individual del poeta con el destino
compartido de un pueblo y su vínculo con lo “teológico- político” [término
usado por Benjamin en sus escritos].
Aunque, tal
vez, habría que señalar que la diferencia entre el pensamiento de Benjamin y
Heidegger al respecto, estribe en las consecuencias de estas proposiciones en
el ámbito de la 'política', pues a partir de ello podemos descubrir los efectos
políticos de su pensamiento filosófico, independientemente de sus
posicionamientos ideológicos concretos.
No obstante, ambospensadores,apesarde susgrandesdiferencias,compartenlaconscienciadelacrisisdenuestracultura,
ambosvuelvensobreelpasadoparasuperarelpresente,siendo entonceslaruptura
de la tradiciónunaexigencia,paraunainterrupcióndelahistoria,
enelcasodeW.Benjamin,
como una condiciónpara repensarelser,en
el caso de M.Heidegger.