El momento
de la muerte, que somete la totalidad del cuerpo a las leyes de la mecánica, sería
entonces, escribe Rosset, necesariamente el momento cómico por excelencia. El
muerto sería eminentemente cómico si persistimos en hacer coincidir lo vivo y
lo mecánico, si optamos por tratar al cuerpo muerto como el de un vivo que
fingiera un considerable momento de inercia.
Pace Lucrecio: ‘La máscara cae y la
realidad aparece, como en la muerte’.
En otro
orden de cosas, se podría considerar la imagen de un cadáver como una caricatura
completamente lograda, porque llevaría a su término la empresa de reducción a
la muerte que ya se gestaba en la imagen caricaturesca. La calavera, no la máscara
funeraria, sería indudablemente la imagen del rostro reducido a cuerpo del que
se refleja en el espejo de la muerte. Pero el caricaturizado, apunta Rosset, no
estaría del todo muerto, aunque tampoco estaría del todo vivo, si bien no habría
adquirido todavía la rigidez de la muerte, habría perdido lo esencial de la
movilidad de la vida. Lo que caracterizaría a la caricatura sería el
levantamiento de las falsas apariencias, como en una danza macabra.
‘¿Qué queda en esa imagen del cuerpo
muerto?’ se
pregunta Rosset. Quedaría el cuerpo. El estado de muerte habría respetado
perfectamente las características físicas y no podría quejarse de ninguna
alteración fraudulenta. Ese doble de uno mismo que ofrece su cadáver sería un
doble perfecto, la imagen más fiel que pueda tenerse de uno mismo. No habría
ninguna diferencia material entre un cuerpo vivo y un cuerpo recientemente
fallecido. Ese cuerpo sería más que una imagen perfecta, pues no sería otro que
sí mismo.
Sin
embargo, el rechazo de nuestro cadáver como imagen de nosotros mismos, traduciría
un rechazo general del cuerpo. El cadáver no sería la suma del cuerpo, sino su
resto, su despojo: haría falta allí
un elemento que estaba presente cuando estaba vivo y que ha desaparecido en el
momento de la muerte. Ese elemento constituiría lo principal de la sustancia de
la que están compuestos los fantasmas.
La creencia
en la existencia de los fantasmas sería
entonces el fruto de una cierta lógica. Nada más necesario en efecto, si se
desease mantener una diferencia entre el hombre y su cadáver, que la existencia
de los fantasmas. Si en el hombre vivo habría algo que no
existiría en el hombre muerto y si nada podría perderse en la
naturaleza, sin duda sería preciso que ese algo que le faltaría al cadáver continuase
existiendo en alguna parte. Luego habría en el espacio seres constituidos de
esa sustancia de la que el cadáver ha sido despojado. Los fantasmas existirían.
De esa
manera el enterrador podrá tomar el cuerpo, pero dejando de lado esa parte que
no estaría muerta. Nunca enterraría al correspondiente fantasma. Lo que tendría
además correspondencia con ese atávico terror a ser enterrado vivo.
No
obstante, por encima de todo operaría la democracia de la muerte: la
igualdad de los cadáveres consuela la desigualdad de los vivos.
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