[Gran Reserva eso sí, Thomas Bernhard]
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Sabemos
que las palabras sólo significan lo que llegan a significar en el contexto
histórico en que se usan y la mayoría de las veces ese significado tiene su
margen de ambigüedad a causa de los frecuentes cambios semánticos que se
producen al usarlas de forma dispar, como explicaba John Weightman.
Todos
tendemos a pensar que el lenguaje que hablamos nos pertenece, como si su ser
fuese simultáneo al nuestro. Pero por supuesto hemos nacido sin él, y lo hemos ido
absorbiendo de la sociedad. La facultad humana innata es la potencialidad de
usar el lenguaje, pero la lengua específica es una prótesis, que en realidad
usamos condicionada históricamente.
Por otra
parte, cualquier uso del lenguaje puede considerarse una traducción, en el
sentido de que es la representación simbólica de una porción de las infinitas
posibilidades existentes y es necesariamente reduccionista, decía también Weightman,
porque el reduccionismo es la esencia del lenguaje. La diferencia entre una
buena y una mala expresión lingüística es la diferencia entre una reducción
concisa y acertada y una reducción imprecisa y flácida.
Una expresión lingüística en absoluto flácida, en absoluto
imprecisa, la tenemos en Bernhard,
ese maestro que viene de Austria y que, incluso en textos de su primera época, como
el que nos ocupa, da muestras de un virtuosismo verbal exclusivo,
semánticamente impecable y con un ajuste preciso entre fondo y forma.
Con una escritura que, remedando a Foucault, recorre el
cuerpo de los demás, le hace una incisión, levanta los tegumentos y las pieles,
trata de descubrir los órganos y, al dejar los órganos al descubierto, hace que
aparezca por fin el foco de lesión…
Método idóneo para, en este caso, forjar uno de los escarnios
más demoledores contra una ciudad. Una ciudad perversa que, aun estando en el
libro suficientemente identificada, simboliza, y de ahí su ilustración, cualquier
ciudad europea provinciana y pequeñoburguesa de la segunda mitad del siglo XX que ya hemos calificado en otro
lugar como ‘ciudad levítica’.
Nunca habíamos encontrado una diatriba ciudadana tan
ejemplarizante para conocer, y comprender, la estructura que sustenta,
condiciona y esclaviza, un sistema urbano en un momento histórico determinado.
Dejemos que hable Bernhard de esa “ciudad infame, azotada por la lluvia”.
- Esa ciudad -
“La ciudad, poblada
por dos clases de personas, los que hacen negocios y sus víctimas, sólo es
habitable de forma dolorosa, una forma que turba a cualquier naturaleza y con
el tiempo la disturba y perturba y, muy a menudo, sólo de forma alevosa y
mortal.
Quien se ha criado en
esa ciudad, tiene de esa ciudad y de las condiciones de existencia en esa
ciudad un recuerdo, más bien triste y más bien oscurecedor, pero en cualquier
caso funesto.
Las condiciones
meteorológicas extremas, que enferman siempre a las personas que viven en ella,
por una parte, y la arquitectura, por otra, engendran una y otra vez a esos
burgueses de nacimiento o llegados de fuera que, entre sus muros fríos y
húmedos, se entregan a sus estúpidas terquedades, absurdidades, barbaridades,
asuntos brutales y melancolías, y constituyen una inagotable fuente de ingresos
para todos los médicos y empresarios de pompas fúnebres posibles e imposibles.
Los
imbéciles habitantes que existen y, de año en año, se multiplican aturdidamente
en ese paisaje y esa naturaleza y esa arquitectura, y sus leyes viles, han
matado siempre enseguida mi reconocimiento y mi amor por esa naturaleza (famosa) que es una maravilla como paisaje, y por
esa arquitectura (famosa), que es una obra de arte.
Durante años la ciudad
no fue más que un montón de escombros que apestaba dulzonamente a
descomposición, y en el que, como por escarnio, habían quedado en pie todas las
torres de las iglesias. El olor de la
descomposición flotó todavía durante tiempo sobre la ciudad, bajo cuyos
edificios reconstruidos, por razones de simplicidad, se había dejado a la
mayoría de los muertos.
La ciudad es una
fachada pérfida y detrás de la cual lo
(o el) creador tiene que atrofiarse y pervertirse y morirse lentamente. Todo en
esa ciudad está en contra de lo creador y la hipocresía es su fundamento. Si no hubiera
podido dejar atrás a esa ciudad que sofocó la sensibilidad y el sentimiento, que
aniquila a las personas creadoras, hubiera dado ejemplo matándome
súbitamente o pereciendo lenta y
miserablemente entre sus muros y en su atmósfera que provoca la asfixia y nada
más que la asfixia.
La ciudad es para
quien la conoce una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen y si en
el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o
indirectamente. No es una desilusión sino un espanto y tiene para todo, sus
argumentos de muerte. Es un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa
superficie en realidad horrible, de fantasías y deseos.
La ciudad no es ya una hermosa naturaleza y
una arquitectura ejemplar sino nada más que una impenetrable maleza humana,
hecha de abyección y vileza. Y cuando hoy voy por esa ciudad y creo que esa
ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella, porque desde hace ya tiempo no quiero
tener nada que ver con ella, sin embargo todo lo que hay en mi interior (y en mi exterior) viene de ella,
y yo y la ciudad somos una relación perpetua, inseparable, aunque también
horrible.”
Thomas Bernhard (1975).- El origen.[Ed. castellana de 1984]. Ed. Anagrama. Barcelona.
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A mí me azotó la lluvia en Salzburgo. A principios de Julio, además. Me compré un (caro) sombrero de agua, en tela fresca de verano, de color gris claro. Por lo demás, no sé si calificar de "infame" a esa especie de pastiche mozartiano, a caballo entre el parque temático y la ruta turística "tutto pizza"; quizás sencillamente hortera. Aunque el té con pastas que tomamos en una terraza con bellísimos parterres de flores amarillas, blancas y rojas estuvo bien. Muy bien.
ResponderEliminarSalud, amigo.