Los
malos sabios, los malos filósofos, son simplificadores: de que algo pueda ser
verdadero, concluyen que aquello que no es verdadero es falso; de que algo
pueda efectivamente existir, concluyen que lo que no existe no existe. Por eso,
el verdadero sabio sabría tomar en consideración además lo que es verdadero, lo
que es falso. Y el verdadero filósofo sabría tomar en consideración además de
lo que existe, lo que no existe.
El
hombre es un condenado a la realidad. Y la ley general de la realidad atrapa a
todo lo que existe. De acuerdo con Clément
Rosset*, una definición de la existencia
podría ser la fórmula de Parménides: “Lo
que existe existe, lo que no existe no existe”. Definición [definire significa
trazar fronteras] que sólo poseería sentido como delimitación. La existencia estaría,
así, acotada, en relación con el tiempo, por los límites del pasado y del
futuro y en relación con el espacio, por los límites del allende.
O
como ha escrito Cioran [Ese maldito yo. Ed. Tusquets. Barcelona,
2002]: “Exponerse
a ser es condenarse a no ser ninguna otra cosa”, por ello lo que no
existe ofrecería quizás menos realidad pero también mucho más espacio que lo
que existe.
Una
manera de mixtificar el dictum
parmenidiano consistiría en dotar al ser de una duplicidad que le permitiese ser
lo que es y a la vez lo que no es. Que poseyera tal plasticidad que, sin
dejar de ser el ser que es, ser también totalmente otro. Entonces el ser existiría,
pero sería doble.
No
obstante, continúa Rosset, el principal modo de tergiversar la fórmula de
verdad enunciada por Parménides sería considerar que el ser es, pero el no-ser
también es. Recordemos que Platón, en el Sofista, no nos ha dicho que lo que no existe exista, solamente que
lo que no existe no deje de existir de alguna manera.
El
tomar en consideración lo que no existe sería también principio general de toda
locura, que consistiría, pues, en una existencia desplazada.
Convendría
distinguir entre el gusto por lo irreal, definición misma de la locura,
y el gusto por lo falso, por el artificio o por el engaño, a menudo sólo una
variante del gusto por lo real. El gusto por lo falso traduciría un deseo de
evocar facetas de lo verdadero, incluidos sus aspectos paradójicos. La ironía
de lo falso, apunta Rosset, llegaría a sembrar la duda no ya de la verdad sino
de la diferencia entre el objeto verdadero y el objeto falso.
El
gusto por lo falso y el artificio podría ser el deseo de lanzar la existencia y
revelar la esperanza de no verla volver más. Sin embargo, un verdadero gusto
por lo irreal implicaría que el no-ser fuese una entidad independiente del ser
y que poseyese cierta existencia particular así como una atracción propia.
Esta
atracción por lo irreal en detrimento de lo real constituiría la
mayor de las locuras propias de la humanidad. En la locura, la existencia sería
admitida pero a condición de privarla de sus parámetros espacio-temporales, que
serían los únicos que harían posible su acceso a la realidad.
Montaigne
no sólo hubo señalado, como otros, el desorden de la mente humana, sino que
hubo situado su principio en el funcionamiento de la mente misma, emancipada de
las recomendaciones del cuerpo. La tesis clásica, si la mente patinase sería a
causa del cuerpo, es la opuesta a Montaigne, según el cual, si la mente patinase
sería a causa de la mente misma que ya no se dejaría guiar por el cuerpo. Sólo
el hombre sería capaz de delirar, porque sólo el hombre dispondría de mente. La
sabiduría de Montaigne, escribe Rosset, se opondría así punto por punto a la
tesis del racionalismo clásico. La
imaginación no sería el efecto de una influencia del cuerpo sobre la mente,
sino el efecto de una provocación del cuerpo por parte de la mente. Sería
siempre la mente, cuando se extraviase, la que contaminaría al cuerpo.
En
otro orden de cosas, nada despertaría
tanta pasión humana como un objeto que se presintiera que no existe. Como lo
propio del deseo sería crecer conforme se aleja el objeto codiciado, la pasión
absoluta consistiría evidentemente en codiciar un objeto absolutamente irreal. Toda
persona apasionada poseería el don de transformar los bienes reales en
imaginarios. En ese caso el objeto irreal se confundiría con el objeto pasional.
Como paradigma límite de
existencia desplazada, Rosset propugna, no sin ironía, al avaro, que lograría
que un objeto se volviese totalmente inexistente. Porque la pura avaricia sería
la alianza de un gusto excesivo por el dinero y, para mantener su cuantía, de
una imposibilidad de gastarlo y, por ello, de sacar de él el menor beneficio. El
avaro se convertiría a la sazón en el verdadero alquimista, sabría transformar
los bienes reales en bienes imaginarios. Sería el único que habría logrado
desmaterializar completamente la materia.
* vide Rosset, Clément.- Principios de locura y de sabiduría. Marbot Ediciones, Barcelona. 2008.
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