Cualquier agencia de viajes te soluciona ya, en un
abrir y cerrar de ojos, hasta la peregrinación más peregrina. Para alejarte de
la insistente murga de tanto Capone de pacotilla en este país de todos los
demonios urbanísticos, qué mejor que visitar en unos días festivos, la ciudad
del verdadero personaje, Chicago.
Aunque como casi no se encuentran allí sus
huellas, lo abandonas y decides planear seguir en la ciudad el rastro de otro
capo, realizador incluso de casas de contrabando, verdadero lieber Meister de
la arquitectura (y piensas entonces que a los tres grandes del siglo XX les ha
sobrado con concebir y ejecutar una vivienda, una iglesia y un museo). Pero el
legado de Wright en Chicago es fundamentalmente periférico y no comprende esas
obras famosas que toda persona mínimamente cultivada es capaz de identificar.
Así pues, bien pertrechado de lápices, plumas y
cuadernos para la aventura y con impedimenta adecuada contra ese frío lacustre
tan traicionero, tras un brunch, sales a mediodía del hotel, un hotel de
películas, tomas el tren en la estación, una estación de películas, y arribas
en media hora al área suburbana de Oak Park para colmar tus expectativas sobre
las casas de la pradera. Y en las pocas horas vespertinas de sol que faltan,
pasearás un fascinante recorrido de menos de diez kilómetros en un lugar que
concentra unos veinte años de actividad y unas veinte viviendas unifamiliares,
creación de un verdadero artista cuya imagen no coincide con el personaje de
‘El Manantial’ como se viene sosteniendo. Fue su primera etapa dorada, antes de
su primera crisis personal que le condujo a Europa.
De la vivienda hasta el templo, de la familia a la comunidad,
de la materia al espíritu, a través del tiempo y del espacio, en amena
instrucción peripatética en la cual, no has podido sustraerte, te conviertes tú
en guía de la guía oficial que te asignaron, estudiante becaria del I. I. T.,
que asombrada se prende del discurso (del que prometemos dar cuenta en otro
sitio) que vas construyendo con las intuiciones que la mayéutica peregrinación
va deparando.
Terminada la cual, cayendo ya la tarde, saturados de
emociones artísticas y para intentar reparar tu disimulada soberbia, deberías
invitar a tu encantada y encantadora acompañante a cenar una proverbial carne
de vacuno en el restaurante de la planta alta del John Hancock Center, uno de los mayores rascacielos de la
ciudad, viendo desde allí iluminada toda la inmensa área metropolitana de la
urbe y a escuchar, tras pasear por la zona del Chicago Tribune, una sesión de
blues en uno de los clásicos garitos de la calle Wabash en el Loop, donde
alguna vieja gloria aún te deleita entre el humo y el bourbon, antes de
retiraros al hotel.
Mis propuestas fueron aceptadas con complicidad creciente
en todos y cada uno de sus términos. Los planes del día siguiente se veían
seriamente interferidos, pero la noche se hacía joven y cálida y estaba
saliendo la luna. ¿No sería una noche americana?
2006
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