viernes, 20 de septiembre de 2013

M. H. vs. W. B.

"Existe, desde luego, un hospital al que puede retirarse con honor 
cualquier poeta malogrado como yo: la filosofía". 
F. Hölderlin
(“Carta a Neuffer” del 12 de Noviembre de 1798)



Morphing  Martin Heidegger vs. Walter Benjamin. 
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¿Es posible colocar ahora, frente a frente, a dos de los filósofos alemanes más representativos del siglo XX, cuyas perspectivas han marcado el desarrollo de la filosofía contemporánea?
Aunque más que confrontar sus respectivas obras, resultaría más interesante aún, descubrir los vínculos que nos permitan comprenderlas como pertenecientes a un mismo contexto socio-histórico y, por lo tanto, compartiendo un mismo horizonte de temas y problemáticas.

Así, por ejemplo, a partir de sus reflexiones en torno a la obra de arte, aunque tanto para Benjamin como para Heidegger, el arte se convirtió en un mero pretexto metodológico para plantear una serie de cuestiones que se han revelado finalmente como las que realmente les interesaban.
Si bien no ha quedado constancia de que ninguno de ambos pensadores tuviera acceso a las reflexiones del otro, sus respectivas aproximaciones a la naturaleza de la obra de arte compartirían, sin embargo, una serie de coincidencias que tal vez habría que atribuir al propio clima de confrontación ideológica que caracterizó a la época de su nacimiento. Como el propio Heidegger ha apuntado en varias ocasiones, para que pudiera existir una discrepancia es preciso que existiese previamente una cierta conformidad fundamental.
En el caso que nos ocupa la realidad sería, sin embargo, la contraria y la innegable relevancia de las coincidencias no sería sino la forma a través de la cual se manifestaría una radical divergencia de fondo. Si, en el nivel primario de consideración hermenéutica, se ha producido una coincidencia de perspectivas, éstas han nacido simplemente de la constatación de un hecho cultural, cual es, que el arte se había acabado convirtiendo en el último refugio de lo sacro frente a la insaciable voluntad de desvelamiento que caracterizaba al pensamiento científico ilustrado. Sin embargo en Benjamin, el arte muere de inanición en un mundo en donde instrumentalidad y expresión no tienen por qué resultar contradictorios, puesto que, realmente, desde un análisis materialista, no lo habían sido nunca a lo largo de la historia. Y en Heidegger esta consecuencia se manifiesta de una forma que podría aparecer contradictoria y que, finalmente, sólo es paradójica con su reivindicación de la función  oracular de la obra de arte, descabalgado al sujeto de su preeminencia creadora, el arte pasaría a ser el arte del ser por antonomasia.

Otra manera posible de abordar sus semejanzas y diferencias a propósito de ese límite incierto y arriesgado en el que la filosofía y la literatura se encuentran para crear una relación compleja y enriquecedora es, por ejemplo, a partir de los trabajos de Benjamin y Heidegger que fueron dedicados a interpretar la obra del poeta Friedrich Hölderlin.
Heidegger, al examinar la obra de Hölderlin que le permitiría comprender la pregunta por el Ser, encontrará en la esencia de la poesía, al igual que Benjamin, la determinación que igualaría el destino individual del poeta con el destino compartido de un pueblo y su vínculo con lo “teológico- político” [término usado por Benjamin en sus escritos].
Aunque, tal vez, habría que señalar que la diferencia entre el pensamiento de Benjamin y Heidegger al respecto, estribe en las consecuencias de estas proposiciones en el ámbito de la 'política', pues a partir de ello podemos descubrir los efectos políticos de su pensamiento filosófico, independientemente de sus posicionamientos ideológicos concretos.

No obstante, ambos pensadores, a pesar de sus grandes diferencias, comparten la consciencia de la crisis de nuestra cultura, ambos vuelven sobre el pasado para superar el presente, siendo entonces la ruptura de la tradición una exigencia, para una interrupcn de la historia, en el caso de W. Benjamin, como una condición para repensar el ser, en el caso de M. Heidegger.


lunes, 16 de septiembre de 2013

De la existencia desplazada.

Los malos sabios, los malos filósofos, son simplificadores: de que algo pueda ser verdadero, concluyen que aquello que no es verdadero es falso; de que algo pueda efectivamente existir, concluyen que lo que no existe no existe. Por eso, el verdadero sabio sabría tomar en consideración además lo que es verdadero, lo que es falso. Y el verdadero filósofo sabría tomar en consideración además de lo que existe, lo que no  existe.
El hombre es un condenado a la realidad. Y la ley general de la realidad atrapa a todo lo que existe. De acuerdo con Clément Rosset*, una definición de la existencia podría ser la fórmula de Parménides: “Lo que existe existe, lo que no existe no existe”. Definición [definire significa trazar fronteras] que sólo poseería sentido como delimitación. La existencia estaría, así, acotada, en relación con el tiempo, por los límites del pasado y del futuro y en relación con el espacio, por los límites del allende.
O como ha escrito Cioran [Ese maldito yo. Ed. Tusquets. Barcelona, 2002]: Exponerse a ser es condenarse a no ser ninguna otra cosa, por ello lo que no existe ofrecería quizás menos realidad pero también mucho más espacio que lo que existe.
Una manera de mixtificar el dictum parmenidiano consistiría en dotar al ser de una duplicidad que le permitiese ser lo que es y a la vez lo que no es. Que poseyera tal plasticidad que, sin dejar de ser el ser que es, ser también totalmente otro. Entonces el ser existiría, pero sería doble.
No obstante, continúa Rosset, el principal modo de tergiversar la fórmula de verdad enunciada por Parménides sería considerar que el ser es, pero el no-ser también es. Recordemos que Platón, en el Sofista, no nos ha dicho que lo que no existe exista, solamente que lo que no existe no deje de existir de alguna manera.
El tomar en consideración lo que no existe sería también principio general de toda locura, que consistiría, pues, en una existencia desplazada.

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Los griegos de la Antigüedad designaron a la locura como para-noïa, o sea como hiper-racionalismo, como exceso de razón. La razón de los locos no se limitaría a lo razonable, se adjudicaría asimismo el dominio de lo que no es razonable. Y esa razón sería, por tanto, superior a la de los sabios, ya que tomaría en consideración el dominio de lo que sería razonable y creíble, además del de lo que sería absurdo e increíble.
Convendría distinguir entre el gusto por lo irreal, definición misma de la locura, y el gusto por lo falso, por el artificio o por el engaño, a menudo sólo una variante del gusto por lo real. El gusto por lo falso traduciría un deseo de evocar facetas de lo verdadero, incluidos sus aspectos paradójicos. La ironía de lo falso, apunta Rosset, llegaría a sembrar la duda no ya de la verdad sino de la diferencia entre el objeto verdadero y el objeto falso.
El gusto por lo falso y el artificio podría ser el deseo de lanzar la existencia y revelar la esperanza de no verla volver más. Sin embargo, un verdadero gusto por lo irreal implicaría que el no-ser fuese una entidad independiente del ser y que poseyese cierta existencia particular así como una atracción propia.
Esta atracción por lo irreal en detrimento de lo real constituiría la mayor de las locuras propias de la humanidad. En la locura, la existencia sería admitida pero a condición de privarla de sus parámetros espacio-temporales, que serían los únicos que harían posible su acceso a la realidad.
Montaigne no sólo hubo señalado, como otros, el desorden de la mente humana, sino que hubo situado su principio en el funcionamiento de la mente misma, emancipada de las recomendaciones del cuerpo. La tesis clásica, si la mente patinase sería a causa del cuerpo, es la opuesta a Montaigne, según el cual, si la mente patinase sería a causa de la mente misma que ya no se dejaría guiar por el cuerpo. Sólo el hombre sería capaz de delirar, porque sólo el hombre dispondría de mente. La sabiduría de Montaigne, escribe Rosset, se opondría así punto por punto a la tesis  del racionalismo clásico. La imaginación no sería el efecto de una influencia del cuerpo sobre la mente, sino el efecto de una provocación del cuerpo por parte de la mente. Sería siempre la mente, cuando se extraviase, la que contaminaría al cuerpo.
En otro orden  de cosas, nada despertaría tanta pasión humana como un objeto que se presintiera que no existe. Como lo propio del deseo sería crecer conforme se aleja el objeto codiciado, la pasión absoluta consistiría evidentemente en codiciar un objeto absolutamente irreal. Toda persona apasionada poseería el don de transformar los bienes reales en imaginarios. En ese caso el objeto irreal se confundiría con el objeto pasional.

[by google]
 
Como paradigma límite de existencia desplazada, Rosset propugna, no sin ironía, al avaro, que lograría que un objeto se volviese totalmente inexistente. Porque la pura avaricia sería la alianza de un gusto excesivo por el dinero y, para mantener su cuantía, de una imposibilidad de gastarlo y, por ello, de sacar de él el menor beneficio. El avaro se convertiría a la sazón en el verdadero alquimista, sabría transformar los bienes reales en bienes imaginarios. Sería el único que habría logrado desmaterializar completamente la materia.

* vide Rosset, Clément.- Principios de locura y de sabiduría. Marbot Ediciones, Barcelona. 2008.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Benjamin, el judío. [y II]

El integracionismo de gran parte de la población judía en la cultura europea a comienzos del siglo XX, fue un movimiento histórico que se podría evaluar en la diversidad de intelectuales, artistas y políticos judíos que se incluyeron en el panorama de la alta cultura europea de esa época.
Por esa razón, ante la perspectiva desoladora que se esbozaba ya para la historia de la modernidad después de la Segunda Guerra Mundial, no dejaba de ser comprensible la actitud de algunos que, con una fidelidad casi metafísica al cultivo de la razón crítica, así compensaban la amargura y el desengaño por el proyecto fracasado de levantar una cultura universal de corte europeo, un sueño que habría acabado por desvanecerse.

Sin duda, como ha señalado Löwy, Benjamin fue el crítico más radical de la modernidad. Su crítica de la modernidad se encuentra formulada de manera más categórica en su último texto, un conjunto de aforismos y de alegorías sobre la historia, de inspiración a la vez utópica y mesiánica.
Por ello, en el contexto antes descrito, el esfuerzo de reflexión sumamente especial en torno al que giran los muy variados temas que el último Benjamin abordó en Sobre el concepto de historia, estaría dado por el intento de mostrar que una teoría de la revolución adecuada a la crisis de la modernidad capitalista sólo puede cumplir su tarea de reflexión si fuese capaz de construirse combinando el utopismo con el mesianismo. Se pretendía en esas tesis sobre la historia conectar premeditadamente dos tendencias contrapuestas del pensar europeo, inseparables aunque sólo yuxtapuestas en su tradición y características, la una de la cultura occidental y, la otra, de la cultura judía: la tendencia al utopismo, por un lado, y la tendencia al mesianismo, por otro.
La primera, la utopista -que provendría de los pueblos atados a un territorio- vería en lo actual o establecido, una versión disminuida de otro mundo que, sin estar allí, podría estarlo. El segundo, el mesiánico -que vendría de los pueblos nómadas- vería en lo actual o efectivo, la porción de pérdida que algún día, el momento de la redención, o en alguna otra parte habrá de recobrarse. Dos modos completamente distintos de estar en la realidad, pero cuestionándola, trascendiéndola. Mientras en el primero, en el utópico, acontecería como un cambio de apariencia por parte de las substancias, en el segundo, en el mesiánico, tendría lugar, a la inversa, como un cambio de residencia por parte de las formas.

Pero al rechazar en su texto, el culto moderno al progreso, Benjamin situó en el centro de su visión de la historia el concepto de catástrofe. En una de sus notas preparatorias a las citadas reflexiones, observó: "La catástrofe es el progreso, el progreso es la catástrofe''.
La identificación entre progreso y catástrofe tendría, en primera instancia, una significación histórica: el pasado, desde la perspectiva de los perdedores, no es más que una serie interminable de derrotas catastróficas.
De manera general, las ‘catástrofes del progreso’ estarían en el corazón mismo de la modernidad, pues serían:
- La explotación destructora y asesina de la naturaleza, en lugar de la armonía originaria y utópica con la que soñaban los modernos.
- El perfeccionamiento de las técnicas de guerra, cuyas energías destructoras han progresado sin detenerse. Un peligro aterrador, cuyas peores angustias el futuro iba a confirmar más allá de lo imaginable.
- El advenimiento del fascismo, que no fue un accidente de la historia, sino un ‘estado de excepción’, cuyas irracionalidades deberían ser comprendidas como la otra cara de la racionalidad instrumental moderna. El fascismo llevó a sus últimas consecuencias la combinación típicamente moderna, entre progreso técnico y retroceso social.

El caso Benjamin es interesante, precisamente porque representa una posición extrema, al rechazar categóricamente la ideología del progreso, heredada de la Ilustración. Para Benjamin la herencia positiva proviene de la Revolución Francesa, mientras que la proveniente de la Revolución industrial es cuestionada severamente.
Hay, sin embargo, que hacer constar que su crítica radical de la modernidad -profundamente impregnada de religiosidad mesiánica-, sigue estando inspirada por valores y por doctrinas definitivamente modernas.
En otras palabras, se trataría por su parte, por lo menos en cierta medida, de una crítica moderna de la modernidad, de un debate que revierta contra la modernidad sus propias armas. Por ello su visión de la historia no fue una visión circular, de un simple retorno a los orígenes, sino que provendría de la dialéctica entre pasado y futuro.

Contempladas desde una perspectiva más amplia, las reflexiones de Benjamin sobre la historia pertenecerían a ese género escaso de los escritos de náufragos, borroneados para ser metidos en una botella y entregados al correo aleatorio del mar. Ahí estaría, de manera inocultable, el naufragio personal de Benjamin, es decir su incapacidad de montar una carrera intelectual que pudiera mantenerlo y ahorrarle la necesidad de someterse a las incomprensiones de sus amigos e, igualmente, su torpeza catastrófica en su situación de exiliado, que terminó por llevarle finalmente al suicidio. Pero, como escribe Bolívar Echeverría, el verdadero naufragio que estaría también en esas tesis, del cual el suyo propio no sería más que una alegoría, fue para Benjamin el fracaso colectivo de un mundo completo, dentro de él, de una época y, dentro de ésta, de un ‘proyecto’.


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* vide Echevarría, Bolívar (comp.).- La mirada del ángel. En torno a las tesis sobre la historia de Walter Benjamin.  Ed. Era. México, 2005.
y  Löwy, Michael.- ‘La Escuela de Frankfurt y la Modernidad: Benjamin y Habermas’. Revista Colombiana de Sociología, nueva serie, vol. I, nº 1, enero-junio 1990.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Benjamin, el judío. [I]



Al tratar de Walter Benjamin resulta casi inevitable hacer referencia a la imagen que tenemos de él como persona: la imagen del indefenso. Esta imagen concuerda con la delineada por Hanna Arendt en su retrato del ‘buckliger’ (jorobado, corcovado, cheposo) y se ha impuesto cada vez que se ha intentado determinar la posición de Benjamin en el mundo en que le tocó vivir. Sin duda es una imagen conseguida, pero también, unilateral, incompleta y, a esa escala, tramposa.
Las malas relaciones con el padre -gemelo berlinés, podría entenderse, de ese otro padre paradigmático que, en esos mismos años, le hacía la vida imposible a Kafka en Praga-, los malentendidos frecuentes con familia y amigos y la inadaptación a la vida académica de la universidad, son rasgos típicos de la escasa sociabilidad de quién no se hallaba en buenos términos con el mundo y que sin duda llevaba las de perder. A esto se añadirían sus malas relaciones con el dinero, y su administración, que, si bien no le impedían el capricho de acceso a objetos culturales, mantuvieron su vida en una situación precaria de relativo bienestar, de desequilibrio económico permanente.
Esta inadecuación con los usos y costumbres de su tiempo, ha dado a Benjamin la apariencia de alguien anacrónico o excéntrico. Pero, más allá de eso, fue el resultado necesario de una vida que, para afirmarse como tal, tuvo que cumplirse contra corriente, en medio de una propuesta de incompatibilidad con las condiciones en las que debe desenvolverse. Su indefensión, en ese sentido, fue activa, no pasiva, no fue una indefensión sufrida sino provocada por él mismo. Expresaba una afectividad ambivalente ante una realidad global, sintetizadora de todas las realidades particulares de su experiencia; una realidad en la que no era posible distinguir la percepción que él experimentó a un tiempo como fascinante y amenazadora o como deseable y repulsiva. Esta realidad a la que, siguiendo a su héroe Baudelaire, hemos dado en llamar modernidad y es la que él intentará descifrar a lo largo de toda su obra.

Walter Benjamin fue uno de los grandes autores con los que contó la cultura occidental europea en los años veinte y treinta de este siglo; uno de los más inquietos y agudos cultivadores y críticos de esa cultura y de la vida moderna que la ha sustentado. Fue prototípico del intelectual europeo moderno, pero de un modo particular, propio de una condición específica a la que suele llamarse la ‘condición judía’.
Cuando se ha hablado de la cultura occidental europea y se la ha querido ver como una cultura que contendría el esbozo de una cultura universal, más allá de los particularismos nacionales de los pueblos europeos, el contexto al que se ha hecho referencia es una construcción imaginaria [constructo] en la que sólo algunos de los europeos habitarían realmente. Se habría hablado, en verdad, no de una realidad sino de un sueño.
El sueño de una cultura europea en el que vivió Benjamin fue un sueño que comenzó a adquirir forma a finales del siglo XVIII con el ‘Siglo de la Luces’ y que se desvaneció con la Segunda Guerra Mundial en el pasado siglo XX, que ha podido considerarse como un ‘Siglo de Tinieblas’. Era un sueño que intentó contrarrestar los efectos devastadores de la barbarie nacionalista por la que había decidido marchar la historia de la modernización capitalista y que pretendía afirmar esa sociabilidad que resulta indispensable para la civilización moderna, en la medida en que implicaba un modelo de una cultura del ser humano en general, más allá de las determinaciones que provengan de las comunidades convertidas en estados, con su concreción atávica excluyente.
Es comprensible que entre los principales constructores de la alta cultura europea se encontraran aquellos que deseaban que ese sueño se volviese una realidad, porque de ello dependía la justificación de su propia identidad, la de la cultura judía que, por ser una identidad ‘abstracta’, permitía una capacidad de salvaguardar esa identidad perdiéndola aparentemente y ése sería el carácter proteico de la identidad cultural judía. Por eso, el sueño de una cultura europea cosmopolita, universal, se acometió en gran medida desde la condición judía, entre los que se podrían denominar intelectuales judíos, en quienes prendió la ilusión dominante de ser europeos. Eran aquellos que reconocían, dentro de la comunidad judía, que el pueblo judío no podía ni necesitaba tener ya otro territorio que no sea el libro, la Escritura, porque, como escribe George Steiner, donde se jugaba la identidad judía es en la estructuración de los contenidos de un código cultural más que en los contenidos mismos. Eran, pues, aquellos que creían ver la posibilidad de su integración, como judíos, en una sociedad europea de nuevo tipo, moderna, cosmopolita, cuya cultura parecía estar en proceso de liberarse de ciertas marcas de su identidad que se habían convertido en emblemas superficiales y de constituirse como una propuesta de cultura universal.


 

*
[continuará]