viernes, 12 de febrero de 2021

Obras son amores.

OBRAS SON AMORES… DE FÁBRICA.

“Toda obra de fábrica se deforma y fisura. Cuando la fisura alcanza dimensiones perceptibles a simple vista acostumbra a llamarse grieta, y cuando el dueño o responsable de la obra la advierte acostumbra a alarmarse. La grieta tiene mala fama, y tanto si progresa como si se estabiliza, se tiende a colmatar y taparla. En ocasiones es lo peor que se puede hacer; la grieta  es  la  manifestación de  un  estado  de  equilibrio  distinto  al  previsto,  resultado  del acomodo entre un terreno y una fábrica que han reaccionado entre sí con cierta heterogeneidad, no comportándose ni uno ni otra con unas mismas propiedades elásticas. Pero la fisuración –no tanto involuntaria como autónoma, situada más allá de las bases de cálculo del proyecto-, en la mayoría de los casos, no tiende al desequilibrio, no supone la ruina de la obra, sino, antes al contrario, la fragmentación y conformación de la fábrica para su mayor y definitiva estabilidad. En cambio, el intento de reconducirla a su forma primitiva para que se comporte como se pretendía en el proyecto puede en ocasiones resultar ruinoso.


El monolitismo se puede alcanzar sólo en reducidas dimensiones, y todo material tiene unos límites para ejecutar con él una sola pieza. La parte conocida de la naturaleza también obedece a esa regla, gracias a la cual la Tierra cuenta hoy con cinco continentes y multitud de valles. Cuando la obra de fábrica ha de gozar de unas dimensiones superiores al límite de monolitismo de su material, el proyectista introduce la junta -una manera de prefigurar la fisuración- para convertir la pieza única en piezas enlazadas.

Al igual que las obras de fábrica, los imperios también se fisuran, pero, a diferencia con éstas, tienden a hundirse a poco de sufrir el fenómeno. O son monolíticos o se convierten en una serie de provincias que a través de diversos procesos de autonomía pasan a ser países independientes. El papel del emperador, por consiguiente, no va mucho más allá de conservar con  mano  firme  el  monolitismo  del  imperio  y  colmatar  y  tapar  la  grieta allá  donde  se produzca. No hay que ser ningún experto para comprender que su función es tanto más difícil cuanto más  extenso y  poderoso  es  su imperio;  una  extensión y  un  poder  que en todo momento se pueden volver contra él.

Los partidos políticos también se fisuran, pero, una vez producido el fenómeno, ¿se comportan como imperios o como obras de fábrica? He aquí una cuestión que resulta fácil de responder si se adopta una postura ecléctica: unos como imperio y otros como obra de fábrica. En verdad hay casos para todos los gustos: en nuestra historia reciente, un partido -que casi es recordado tan sólo en las memorias de políticos en voz pasiva- se agrietó de tal forma que hasta desaparecieron sus partes, como si más que un conjunto de materiales sólidos se hubiera tratado de un líquido o un humor del más alto coeficiente de evaporación.

 

Como quiera que se conduzcan tras su fisuración, lo cierto es que los partidos políticos
no gustan de las grietas. A todo trance tratan de ocultarlas -como algunas mujeres las arrugas- mediante toda suerte de sistemas y artes de inyección y maquillaje. La Iglesia de Roma, quizá el primer partido político de Occidente con pretensiones de dominación universal (camuflado tras el control y cura de las almas), jamás toleró la escisión y replicó siempre a la fisuración de su fábrica con el anatema, la excomunión y el cisma. En su política de preservación del monolitismo, tan distinta a la de las iglesias protestantes, antes prefirió ceder los territorios cismáticos a otras confesiones que colaborar como una pieza más al equilibrio del conjunto roto y nunca pudo aceptar la paridad de su pontífice con las otras cabezas eclesiásticas. El monolitismo, aunque fuera encerrado entre los muros vaticanos.
Tal  política  viene  informada  -y  acaso  determinada-  por  una  serie  de  mitos  que actuando de consuno producen una resultante única: uno de ellos es la infalibilidad del Papa, ligada indisolublemente a la jerarquía única y no discutible del emperador. Al imperio no le gusta la jerarquía colegiada porque la cabeza ha de ser tan única como el cuerpo, y admitir una dirección múltiple implica reconocer una constitución varia. De ahí que la suprema ley de conducta romana sea la obediencia (disfrazada de humildad color lana), y la mayor herejía, la libertad de pensamiento frente a los principios dogmáticos, tan inconmovibles, como los democráticos, aunque un poco más apolillados. El respeto incondicional a esos principios, de los que el imperio, la Iglesia o el partido no es tanto el creador cuanto el guardián y garante, viene de seguido, así como la confianza ciudadana en el triunfo de una misión que para llevarse a cabo exige la administración absoluta del poder público. Una misión que si admite el estado de no beligerancia con los infieles, tampoco renuncia a la pretensión de ampliar el imperio a costa de sus vecinos. El imperio es forzosamente dinámico y agresivo, y en cuanto, por el fortalecimiento de los pueblos asurcanos, suspende la conquista se debilita, fisura y fragmenta.
El partido político es al electorado lo que la obra de fábrica al terreno. Un artificio implantado sobre la naturaleza que sólo a posteriori se demuestra imprescindible. Como consecuencia de esa implantación -ese peso que antes no existía-, el terreno se deforma y asienta bajo la acción de la nueva carga. La obra de fábrica tiene por necesidad que acompañar en todo o en parte esa deformación; por eso se fisura y -por decirlo de una forma muy simple- se divide en dos familias separadas por la grieta: la que sigue al terreno en su movimiento de asiento y la que permanece solidaria a la fábrica. Dejando de lado por el momento el innumerable censo de subfamilias locales que siempre produce una estructura tan extensa y compleja, el partido político, cuando se fisura, también tiende a dividirse en dos familias diferentes: la de quienes acompañan al electorado en sus imprevisibles movimientos de asiento y la de quienes desean conservar la estructura proyectada lo más semejante a sí misma. Los primeros acostumbran a ser llamados pragmáticos y realistas por quienes olvidan que tanta praxis y tanta realidad encierran el terreno como la fábrica. A los segundos, a veces se les denomina idealistas, acaso porque perseveran en su fidelidad a la idea original que informó el proyecto.


Cuando la fisura ya no puede ser disimulada, el partido acostumbra a atribuirla a diferencias ideológicas, a fin de crear, entre otras cosas, una ortodoxia que, si no preserva el monolitismo, al menos refuerza la parte de la fábrica más sana y resistente. Así, se atribuyen a diferencias internas de pensamiento las distintas respuestas del partido a la evolución histórica y a su acomodo en el electorado. Los más vivos no tardan en aprovecharse de ese delicado y piadoso eufemismo que, sin haber hecho nada para merecer tal don, les otorga una sustancia ideológica de la que nunca han gozado. (Acostumbra a acompañarles un grupo de escritores de bajo contenido intelectual, siempre dispuesto a hacer suyas las protestas del sufrido pueblo y, de paso, vender más.) Cuando la fisura se convierte en grieta, esos vivos aciertan a elevar a ideología el arte de pegarse al terreno; aciertan a sujetarse a él -al terreno, al electorado- y perseverar en su dominio. Pero es imposible que de ellos salga un proyecto”.

[Para deconstruir los partidos, en tiempos convulsos, unas consejas añejas, que siguen estando actuales, de Juan Benet que fue escritor e ingeniero].
 
 
 

lunes, 8 de febrero de 2021

Dibujado en el polvo.

DIBUJADO EN EL POLVO...

‘Decidido a resarcirme del tiempo perdido y también a expiar por lo que a mis ojos parecía una derrota, renuncié al almuerzo y, lo que fue aún más amargo, al descanso de mediodía, y así, tras un breve recorrido me vi en las empinadas escalinatas de la plaza de la catedral. El angustioso vacío que momentos antes me envolvía, era aquí soledad liberadora, con lo que en un abrir y cerrar de ojos mudó mi ánimo. Esta vez también me cercaban las alturas, eran los costados marmóreos de la catedral, sobre cuya nívea ladera, incontables santos de piedra parecían venir en peregrinación hasta nosotros, los hombres. Al seguir con la mirada el cortejo, vi que en la base del edificio, a flor de tierra, se abría una profunda grieta en la que se había excavado un pasadizo con varios peldaños que terminaban frente a una puerta de bronce cuyo cerrojo no estaba echado. Ignoro la razón que me llevó a aventurarme por esta puerta secundaria. Fue suficiente castigo a mi esnobismo el creer que había hollado la oscuridad de una cripta, pero el recinto en cuestión no solamente era la sacristía, encalada y ampliamente iluminada por altos ventanales, sino que la llenaba un grupo de turistas al que el sacristán, por centésima o milésima vez, se disponía a entretener con una de aquellas historias en cuyas palabras tintineaba el eco de las monedas de cobre que también cientos y miles de veces se había embolsado. El personaje se erguía, regordete y ufano, junto al pedestal en que se concentraba la atención de sus oyentes, y al que se había afianzado con clavos de hierro un capitel de estilo gótico primario, a todas luces antiguo aunque bien conservado.


El orador sostenía un pañuelo en las manos, cualquiera hubiera creído que para combatir el calor, pues el sudor perlaba su frente, pero él, lejos de secarlo, pasaba distraídamente el pañuelo por la columna, arriba y abajo, como hacen esas sirvientas que mientras disputan con sus señoras, y llevadas por la costumbre, siguen frotando con el paño consolas y estantes. La sensación de congoja que experimenta todo el que viaja en solitario se impuso de nuevo y me detuve a escuchar las explicaciones en que se hallaba enfrascado.
"Hace sólo dos años -venía a decir con voz monótona- había en el vecindario un hombre que por el más sórdido delirio de blasfemia y lascivia tuvo a la ciudad por algún tiempo en boca de todos, y que penó por su pecado el resto de su vida, expiándolo, cuando la propia víctima, Dios, quizá ya le había perdonado. Era un cantero que, tras haber participado diez años en los trabajos de reparación de la catedral, se convirtió, gracias a su pericia, en director y responsable de todas las obras de restauración. Era un hombre en lo mejor de la vida, con un carácter dominador, sin familia ni obligaciones, cuando vino a caer en las redes de la ramera más hermosa y desvergonzada que jamás se había visto en el mundano ambiente de la playa cercana. El natural sensible y obstinado de este hombre debió de impresionar a aquella mujer; en todo caso, nadie sabe si llegó a dispensar sus favores a alguna otra persona del lugar. De ser así, nadie sospechó a qué precio. El caso nunca hubiera salido a la luz, de no haberse presentado inesperadamente a inspeccionar con sus propios ojos las obras de restauración el superintendente, quien llevaba en su cortejo a un joven arqueólogo, indiscreto pero de muchos conocimientos, que se había especializado en el estudio de los capiteles del
trecento.


Estaba a punto, el superintendente, de culminar una negociación para enriquecer la monumental obra con un capitel del púlpito de la catedral y había anunciado su visita al director de la ópera del Duomo, quien por aquel entonces, diez años después de sus mejores noches, vivía en profundo retraimiento, lejanos ya los tiempos de esplendores y afanes. Pero, celebrada la entrevista, el joven erudito no volvió a casa atiborrado de consejos histórico-estilísticos, sino con un secreto que no pudo guardar y que, finalmente, hizo llegar a oídos de las autoridades: la pasión que en la ramera había despertado su admirador, lejos de ser un obstáculo, había sido un acicate para exigirle un precio satánico por sus favores.
Quería, en efecto, ver su
nom de guerre, el apodo profesional que tradicionalmente lleva esa clase de mujeres, esculpido en piedra en la catedral, junto al Santísimo. El amante se negó, pero su fortaleza tenía un límite, y un día en presencia de la hetaira, comenzó el trabajo en el capitel gótico, que iría a ocupar el lugar de otro viejo y desmoronado, hasta que al final terminó como corpus delicti sobre la mesa del juez canónico. Para llegar a ello, hubieron de pasar años, y cuando ya se habían cumplido todas las formalidades y practicado las necesarias diligencias, se vio que era demasiado tarde. Un anciano decrépito y senil se enfrentaba a su obra y nadie hubiera creído en simulación al ver aquella cabeza, que en tiempos llamaba la atención, inclinarse medrosa sobre el trenzado de arabescos intentando inútilmente leer el nombre que muchos años antes había disimulado en su interior".


Comprobé con asombro que me había ido acercando -ni yo mismo sé para qué-, pero antes de que mi mano pudiera posarse en la piedra, sentí la del sacristán sobre mi hombro. Extrañado y solícito, trataba de saber la razón de mi interés, pero yo, en mi inseguridad y extenuación, balbucí lo más absurdo que podía decirse:
"Coleccionista". Seguidamente retorné a casa’.

* * * 

Milán, un miércoles de diciembre de 199… 
El avión arribó a media tarde pero, a pesar de circular hacia el oeste por la autopista de Linate, todo el intenso tráfico metropolitano de recogida prolonga el trayecto y es noche cerrada al llegar al hotel. Hace frío y el paseo hacia el refrigerio en la Trattoria Masuelli San Marco por callejuelas medievales desiertas tiene algo de esotérico.


Llegando a las traseras del Duomo encontramos puestos de libreros de viejo y nos detenemos ante sus ejemplares, hojeamos varios y ojeamos un librito de relatos que presume nuestro interés. En efecto, en él se halla, amén de otros de variado pelaje y condición, leídos tras su compra, el reseñado más arriba. Su autor, un joven Walter Benjamin.


miércoles, 3 de febrero de 2021

Puertas

Ponerle puertas al... prado


[Vista desde el interior ©]


El negocio de la cultura vs. la cultura del negocio.


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*  *

El 'daño' que la cultura gratuita causa a la industria.

'Parásitos' 
Los oportunistas digitales no serían más que epifenómenos de la estética de la desaparición (Blanchot) que pone de manifiesto la postmoderna muerte del sujeto (Foucault).
Una epifanía no del vagabundo (Lyotard)
ni del nómada (Deleuze)
sino del parásito (Derrida).
Parásito = Para-site, topológicamente fuera de sitio, el intruso que se instala en casa de terceros poniendo en evidencia, con su impertinente presencia, una trama de convenciones secretas en la que se basan los mecanismos de defensa y seguridad privadas.
Etológicamente, el parásito precisa un huésped al que depredar, no un anfitrión al que se le ponen los cuernos.