viernes, 13 de junio de 2025

Humani nihil a me alienum puto.

'La muerte sin mascara: experiencia del morir y educación para la despedida'
Raffaele Mantegazza. Herder, 2006



El Talmud babilónico alude a novecientas tres clases de muerte. Morir significa salir y la palabra ‘salidas’ tiene en hebreo el valor numérico de novecientos tres. Nuestra época, en absoluto parca en males y dolores, ha añadido otras muchas formas a las planteadas por el gran código hebreo. Nos hallamos ante un capitalismo del morir, una acumulación original de las maneras de irse, que en lugar de suavizar su aguijón, afila su carácter de injusticia.


Desde la antropología se ha abordado ampliamente el tema de la muerte. Autores como Marc Augé o Jean Baudrillard, reflexionan sobre la actual “ausencia” de la presencia de la muerte en nuestras sociedades.
Se trata de intentar hablar de la muerte, no para eliminar el dolor ni el miedo que la caracterizan, sino para desplazar la parálisis que nos domina cuando nos acomete y nos invita a su juego. No para aprender a amarla, sino para ejercitarnos a acompañar y a acompañarnos a nosotros mismos hacia su horizonte definitivo.


Estamos frente a un orden social y económico que ha pensado en todo sin pensar jamás en enseñar la muerte, en educar en el respeto y la espera ante el límite último de todas las cosas. Una pedagogía de la muerte que recorriese humildemente ese tramo a menudo evitado. Un intento de reabsorber la propia existencia en la distancia que la separa de la muerte y a partir de esa guía hacia la muerte es cuando se pueden decir cosas absolutamente serenas. Un balbuceo en torno al límite último de todas las cosas.



«Novecientas tres clases de muerte han sido creadas en el mundo.
 La más penosa de las muertes es la del garrote, la más dulce es la del beso divino. 
La del garrote es como una rama de espinas que se quisiera sacar de una bola de lana. O, según otros, como aguas que brotan ante la entrada de un canal. 
En cuanto al beso divino, es una muerte tan fácil como retirar un cabello de la superficie de la leche» 


 ['Nada de lo humano me es ajeno'.Terencio].

El ángel melancólico.

Arte vs. Historia [a partir de G. Agamben].

Hay un célebre grabado de Alberto Durero que representa a una criatura alada, sen­tada en acto de meditación y con la mirada absorta ha­cia adelante, se trata de 'Melancolía I' de 1514. A su lado, abandonados en el suelo, yacen utensilios de la vida activa. El bello rostro del ángel está sumergido en la sombra: sólo reflejan la luz sus largas vestimentas y una esfera inmóvil frente a sus pies. A sus espaldas, se apre­cian una clepsidra, con la arena cayendo, otros objetos y, sobre el mar de fondo, una cometa que brilla sin es­plendor. Sobre toda la escena se extiende una atmósfera crepuscular que parece restarle materialidad a cada de­talle.


«Hay un cuadro de Klee», escribe Walter Benja­min en su Tesis IX, «que se llama 'Angelus Novus'. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de sentir­se pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse pero desde el paraíso so­pla un huracán que le empuja inevitablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas cre­cen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso».
El grabado de Durero presenta al­guna analogía con la interpretación que Benjamin da del cuadro de Klee de 1920. Si el Angelus Novus de Klee es el ángel de la historia, nada mejor que la melancólica criatura alada de este gra­bado de Durero para representar al ángel del arte.


Mien­tras que el ángel de la historia tiene la mirada dirigida hacia el pasado, pero no puede detenerse en su incesan­te fuga de espaldas hacia el futuro, en esa situación del hombre que ha perdido el vín­culo con su pasado y que ya no se encuentra a sí mismo en la historia, el ángel melancólico del grabado de Durero, inmóvil, mira al frente. La tem­pestad del progreso que se ha enredado en las alas del ángel de la historia, aquí se ha aplacado y el ángel del arte parece sumergido en una dimensión intemporal. Pero del mismo modo que los acontecimientos del pasado se le aparecen al ángel de la historia como una acumulación de ruinas indes­cifrables, así los utensilios de la vida activa y los otros objetos esparcidos alrededor del ángel melancólico, han perdido el significado que les otorgaba su posibilidad de uso cotidiano y se han cargado de un potencial de extra­ñamiento que hace de ellos la imagen de algo inalcanza­ble.
El pasado, que el ángel de la historia ha perdido la capacidad de comprender, recompone su figura frente al ángel del arte, pero esta figura es la imagen extrañada en la que el pasado sólo reencuentra su verdad a condi­ción de negarla. Es decir, la reden­ción que el ángel del arte le ofrece al pasado, citándolo a comparecer lejos de su contexto real no es nada más que su muerte.
Y la melancolía del ángel es la conciencia de haber hecho del extrañamiento su propio mundo, y la nostalgia de una realidad que él no puede poseer más que convir­tiéndola en irreal.
*
Walter Benjamin, que durante toda su vida persiguió el pro­yecto de escribir una obra compuesta exclusivamente por citas, había entendido que la autoridad que reclama la cita se funda, precisamente, en la destrucción de la autoridad que se le atribuye a un cierto texto por su situación en la historia de la cultura. La cita, al separar un fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que constituye su inconfundible fuerza agresiva. La carga de verdad que entraña la cita, es debida a la unicidad de su apari­ción alejada de su contexto vivo. Sólo en la imagen que aparece por completo en el instante de su extrañamiento, como un recuerdo que relampaguea de improviso en un instante de peli­gro, se deja fijar el pasado.
Benjamin, que fue el autor de esta afirmación: «En mis obras las citas son como atracadores al acecho en la calle que con armas asaltan al viandante y le arre­batan sus convicciones», ha sido, tal vez, el primer intelectual europeo que apreció la mutación fundamental que se había producido en la transmisión de la cultura, y la nueva relación con el pasado que de ella se derivaba.
Según Benjamin, el poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer revivir el pasa­do, sino, por el contrario, de su capacidad de «hacer limpieza con todo, de extraer del contexto, de destruir».
De deconstruir, podíamos decir ahora.
[Imagénes de Google]

La supervivencia de las luciérnagas.

 
[by Google]

Oyendo en la radio cantar a Domenico Modugno el tema introductorio, debido a Ennio Morricone, de la película de hace 50 años ‘Uccellacci e uccellini’ de P. P. Pasolini, he recordado que, hace años, en un anterior suplemento de El Cultural, en una entrevista, Sanchis Sinisterra recomendaba al presidente del gobierno leer el opúsculo de Didi-Huberman de título supraescrito (*).
Dudo que le interesara saber a un presidente que, a pesar de lo que escribió Pasolini y ha planteado en otros términos G. Agamben, todavía se pueden observar los pequeños resplandores de las ‘luciérnagas’ que  hacen frente a las potentes luces del poder. A pesar de su declive en la cultura contemporánea no se ha producido su desaparición, “…es la expiración misma de la luz la que nos resulta todavía visible…” [D.-H.]. Hay que saber verlas en cualesquiera de las imágenes que supongan esperanza para pensar una resistencia contra la indiferenciación cultural porque hay espacios intersticiales pese a todo.
Pasolini puso de manifiesto en sus Escritos corsarios que sobre las ruinas del antiguo fascismo, al que se había podido resistir, ha renacido en nuestros días un nuevo ‘fascismo’ (o nuevos fascismos) al que la adhesión a sus modelos culturales es incondicional. Los reflectores (la televisión entre ellos) han ocupado todo el espacio social en esta época de dictadura consumista y las pequeñas luciérnagas han desaparecido. La industria cultural se ha apoderado hasta de los cuerpos (y su eros) incorporándolos a los circuitos de consumo. Lo resume A. Brossat: “La cultura no es ya lo que nos defiende de la barbarie (…), es ese medio mismo en el que prosperan las formas inteligentes de la nueva barbarie”. En las sociedades de control no existe ya comunidad viva y de ahí la desesperación política de Pasolini.
Agamben, filósofo de lo paradigmático, convierte imágenes en arqueología cogiendo a contrapelo el curso  de la historia, en un pensamiento que no busca tomar partido sino interrogar a lo contemporáneo a partir de sus supervivencias. Para él, el hombre contemporáneo ha sido desposeído de experiencia, los acontecimientos no se le mutan en experiencia, la incapacidad de transmitir experiencias es su propia condición y esto hace insoportable la vida cotidiana en la que toda transformación será pensada como destrucción. Las supervivencias no prometen resurrección, no son sino resplandores pasajeros en medio de las tinieblas.
El pequeño resplandor pasajero, intermitente, de la historia remeda el de una imagen dialéctica [W. Benjamin]. Y la imaginación no es más que ese trabajo productor de imágenes para el pensamiento. La imaginación como supervivencia, pues. Lo que puede haber desaparecido es la capacidad de ver lo reminiscente, una luz (de  luciérnaga) para todo el pensamiento.
Lo que desaparece con la luz del poder es el resplandor del contrapoder. En el mundo contemporáneo la mercancía y el capital asumen la forma mediática de la imagen. Se genera una sensación de angustia ante la proliferación de imágenes como vehículo de propaganda que reducen los cuerpos a procesos de sometimiento. El paradigma de Agamben ha perdido su potencia de excepción, de protesta en acción, su capacidad de transformación.
Pero en un horizonte que parece ofuscado por el poder, la imagen se revela capaz de franquear ese horizonte del pasado de las construcciones totalitarias. “Nada de lo que jamás haya sucedido se ha perdido para la historia” [W. B.]. Organizar el horizonte: descubrir un espacio de imágenes o configuraciones de pensamiento alternativas. Cuerpos luminosos fugaces en la noche. Luciérnagas más o menos discretas. Supervivencia de las imágenes cuando la supervivencia se halla comprometida. Resistencia del pensamiento a la destrucción de la experiencia. Y es que, como sugiere H. Arendt, el sentido de una acción se revela cuando se ha convertido en historia narrable.
¿Han desaparecido las luciérnagas? Algunas nos rozan en la oscuridad, otras se han ido a formar en otras partes su deseo compartido.


* [Didi-Huberman, G. (2012).- Supervivencia de las luciérnagas. Ed. Abada, Madrid].



miércoles, 28 de mayo de 2025

El ideal griego.

[Google]

En la disyuntiva Atenas-Jerusalén tan presente en la civilización occidental, traemos una particularización de uno de los polos en la gran cultura alemana del novecento, porque ya hemos recalcado la dependencia con el otro polo [ver otras entradas cercanas en el blog].
Grecia actual no constituye ningún ideal, pero la Grecia Antigua representó en el siglo XIX, para la mayoría de los países europeos, un modelo privilegiado. Sin embargo en Alemania, el modelo griego pasó del estatuto de ejemplo a seguir de la era clásica al de ideal perdido en la era romántica.
Hölderlin fue uno de los representantes más sobresalientes de ese ‘helenismo romántico’, considerado como modelo por el idealismo alemán. Para él la principal virtud helénica fue la adecuación de cada cual consigo mismo por el reconocimiento lúcido y aprobatorio de la existencia humana. Pero divergiría con lo que propugnaría Nietzsche, que de joven preconizó un encuentro del arte alemán con el ideal griego, en relación con que la citada adecuación debía ser considerada como perteneciente a un pasado efímero y para siempre cumplido. Desde entonces, para el poeta, el hombre se habría perdido, estaría desposeído de su adecuación, de su coincidencia consigo mismo. El hombre habría perdido su lugar y su identidad propios. El hombre moderno estaría a sus ojos en duelo por él mismo y por su propia situación, errando en un mundo de ecos tanto más dolorosos cuanto que son a la vez muy sugerentes y carentes de origen, y conociendo así la peculiar tortura que consiste en ser constantemente interpelado, pero por nadie.
Posteriormente, en esa estela hönderliniana, la preocupación dominante de Heidegger sería un eco bastante directo de esa vieja querella del romanticismo y del idealismo alemanes. Ese eco, para él, no podría encontrarse en la experiencia presente y debería buscarse cerca de un pasado legendario o de un futuro igualmente problemático. Le valdría entonces el diagnóstico de Nietzsche, citado por Rosset: “…los alemanes: son de anteayer y de pasado mañana- todavía no tienen hoy”.
Y es que en Nietzsche, la verdad griega no sería solamente una verdad de ayer sino también de hoy y de mañana. La aceptación regocijante de uno mismo por sí mismo, ante y contra todo, que caracterizaba al espíritu griego, sería también la ley suprema de la felicidad así  como la ley del mayor logro estético. La fuerza griega fue haber asumido su condición efímera e incierta, haber aceptado una felicidad de vivir que no tiene sentido más que aquí y ahora. Esa fuerza definiría una locura, aquello que siempre Nietzsche llamará ‘lo dionisiaco’ -la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales-.
Dionisiaco que, según él, se opondría literalmente al ideal romántico, ya que aquél amaría lo que a éste le repugnaba y rechazaría lo que éste llamaba con sus deseos.

[Google]