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En la
disyuntiva Atenas-Jerusalén tan presente en la civilización occidental, traemos
una particularización de uno de los polos en la gran cultura alemana del novecento, porque ya hemos recalcado la
dependencia con el otro polo [ver otras entradas cercanas en el blog].
Grecia
actual no constituye ningún ideal, pero la Grecia Antigua representó en el
siglo XIX, para la mayoría de los países europeos, un modelo privilegiado. Sin
embargo en Alemania, el modelo griego pasó del estatuto de ejemplo a seguir de
la era clásica al de ideal perdido en la era romántica.
Hölderlin fue uno de los representantes más
sobresalientes de ese ‘helenismo romántico’, considerado como modelo por el
idealismo alemán. Para él la principal virtud helénica fue la adecuación de
cada cual consigo mismo por el reconocimiento lúcido y aprobatorio de la
existencia humana. Pero divergiría con lo que propugnaría Nietzsche, que de joven preconizó un encuentro del arte alemán con
el ideal griego, en relación con que la citada adecuación debía ser considerada
como perteneciente a un pasado efímero y para siempre cumplido. Desde entonces,
para el poeta, el hombre se habría perdido, estaría desposeído de su
adecuación, de su coincidencia consigo mismo. El hombre habría perdido su lugar
y su identidad propios. El hombre moderno estaría a sus ojos en duelo por él
mismo y por su propia situación, errando en un mundo de ecos tanto más dolorosos
cuanto que son a la vez muy sugerentes y carentes de origen, y conociendo así
la peculiar tortura que consiste en ser constantemente interpelado, pero por
nadie.
Posteriormente,
en esa estela hönderliniana, la preocupación dominante de Heidegger sería un eco
bastante directo de esa vieja querella del romanticismo y del idealismo
alemanes. Ese eco, para él, no podría encontrarse en la experiencia presente y debería
buscarse cerca de un pasado legendario o de un futuro igualmente problemático. Le
valdría entonces el diagnóstico de Nietzsche, citado por Rosset: “…los alemanes: son de anteayer y de pasado
mañana- todavía no tienen hoy”.
Y es que en
Nietzsche, la verdad griega no sería solamente una verdad de ayer sino también
de hoy y de mañana. La aceptación regocijante de uno mismo por sí mismo, ante y
contra todo, que caracterizaba al espíritu griego, sería también la ley suprema
de la felicidad así como la ley del
mayor logro estético. La fuerza griega fue haber asumido su condición efímera e
incierta, haber aceptado una felicidad de vivir que no tiene sentido más que
aquí y ahora. Esa fuerza definiría una locura, aquello que siempre Nietzsche
llamará ‘lo dionisiaco’ -la vida en
sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales-.
Dionisiaco
que, según él, se opondría literalmente al ideal romántico, ya que aquél amaría
lo que a éste le repugnaba y rechazaría lo que éste llamaba con sus deseos.
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