miércoles, 25 de septiembre de 2013

El ideal griego.

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En la disyuntiva Atenas-Jerusalén tan presente en la civilización occidental, traemos una particularización de uno de los polos en la gran cultura alemana del novecento, porque ya hemos recalcado la dependencia con el otro polo [ver otras entradas cercanas en el blog].
Grecia actual no constituye ningún ideal, pero la Grecia Antigua representó en el siglo XIX, para la mayoría de los países europeos, un modelo privilegiado. Sin embargo en Alemania, el modelo griego pasó del estatuto de ejemplo a seguir de la era clásica al de ideal perdido en la era romántica.
Hölderlin fue uno de los representantes más sobresalientes de ese ‘helenismo romántico’, considerado como modelo por el idealismo alemán. Para él la principal virtud helénica fue la adecuación de cada cual consigo mismo por el reconocimiento lúcido y aprobatorio de la existencia humana. Pero divergiría con lo que propugnaría Nietzsche, que de joven preconizó un encuentro del arte alemán con el ideal griego, en relación con que la citada adecuación debía ser considerada como perteneciente a un pasado efímero y para siempre cumplido. Desde entonces, para el poeta, el hombre se habría perdido, estaría desposeído de su adecuación, de su coincidencia consigo mismo. El hombre habría perdido su lugar y su identidad propios. El hombre moderno estaría a sus ojos en duelo por él mismo y por su propia situación, errando en un mundo de ecos tanto más dolorosos cuanto que son a la vez muy sugerentes y carentes de origen, y conociendo así la peculiar tortura que consiste en ser constantemente interpelado, pero por nadie.
Posteriormente, en esa estela hönderliniana, la preocupación dominante de Heidegger sería un eco bastante directo de esa vieja querella del romanticismo y del idealismo alemanes. Ese eco, para él, no podría encontrarse en la experiencia presente y debería buscarse cerca de un pasado legendario o de un futuro igualmente problemático. Le valdría entonces el diagnóstico de Nietzsche, citado por Rosset: “…los alemanes: son de anteayer y de pasado mañana- todavía no tienen hoy”.
Y es que en Nietzsche, la verdad griega no sería solamente una verdad de ayer sino también de hoy y de mañana. La aceptación regocijante de uno mismo por sí mismo, ante y contra todo, que caracterizaba al espíritu griego, sería también la ley suprema de la felicidad así  como la ley del mayor logro estético. La fuerza griega fue haber asumido su condición efímera e incierta, haber aceptado una felicidad de vivir que no tiene sentido más que aquí y ahora. Esa fuerza definiría una locura, aquello que siempre Nietzsche llamará ‘lo dionisiaco’ -la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales-.
Dionisiaco que, según él, se opondría literalmente al ideal romántico, ya que aquél amaría lo que a éste le repugnaba y rechazaría lo que éste llamaba con sus deseos.

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