miércoles, 28 de mayo de 2025

El ideal griego.

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En la disyuntiva Atenas-Jerusalén tan presente en la civilización occidental, traemos una particularización de uno de los polos en la gran cultura alemana del novecento, porque ya hemos recalcado la dependencia con el otro polo [ver otras entradas cercanas en el blog].
Grecia actual no constituye ningún ideal, pero la Grecia Antigua representó en el siglo XIX, para la mayoría de los países europeos, un modelo privilegiado. Sin embargo en Alemania, el modelo griego pasó del estatuto de ejemplo a seguir de la era clásica al de ideal perdido en la era romántica.
Hölderlin fue uno de los representantes más sobresalientes de ese ‘helenismo romántico’, considerado como modelo por el idealismo alemán. Para él la principal virtud helénica fue la adecuación de cada cual consigo mismo por el reconocimiento lúcido y aprobatorio de la existencia humana. Pero divergiría con lo que propugnaría Nietzsche, que de joven preconizó un encuentro del arte alemán con el ideal griego, en relación con que la citada adecuación debía ser considerada como perteneciente a un pasado efímero y para siempre cumplido. Desde entonces, para el poeta, el hombre se habría perdido, estaría desposeído de su adecuación, de su coincidencia consigo mismo. El hombre habría perdido su lugar y su identidad propios. El hombre moderno estaría a sus ojos en duelo por él mismo y por su propia situación, errando en un mundo de ecos tanto más dolorosos cuanto que son a la vez muy sugerentes y carentes de origen, y conociendo así la peculiar tortura que consiste en ser constantemente interpelado, pero por nadie.
Posteriormente, en esa estela hönderliniana, la preocupación dominante de Heidegger sería un eco bastante directo de esa vieja querella del romanticismo y del idealismo alemanes. Ese eco, para él, no podría encontrarse en la experiencia presente y debería buscarse cerca de un pasado legendario o de un futuro igualmente problemático. Le valdría entonces el diagnóstico de Nietzsche, citado por Rosset: “…los alemanes: son de anteayer y de pasado mañana- todavía no tienen hoy”.
Y es que en Nietzsche, la verdad griega no sería solamente una verdad de ayer sino también de hoy y de mañana. La aceptación regocijante de uno mismo por sí mismo, ante y contra todo, que caracterizaba al espíritu griego, sería también la ley suprema de la felicidad así  como la ley del mayor logro estético. La fuerza griega fue haber asumido su condición efímera e incierta, haber aceptado una felicidad de vivir que no tiene sentido más que aquí y ahora. Esa fuerza definiría una locura, aquello que siempre Nietzsche llamará ‘lo dionisiaco’ -la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales-.
Dionisiaco que, según él, se opondría literalmente al ideal romántico, ya que aquél amaría lo que a éste le repugnaba y rechazaría lo que éste llamaba con sus deseos.

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Atenas vs. Jerusalén.

   Atenas y Jerusalén fue un libro de Lev Chestov (de 1937), en el que la historia de la filosofía occidental se contemplaba como una monumental batalla consistente entre razón y fe.
   Pero ya antes se había venido ubicando al helenismo y al hebraísmo como las dos grandes columnas de la civilización occidental, que sería entonces un cruce entre esas dos culturas. La primera la ha proveído de la lente para ver las cosas como son y la segunda le ha facilitado ver lo que debería ser, según el anuncio de los profetas hebreos, con el énfasis en lo ético.
   Una de las culturas ha hecho prevalecer el sentido de la vista, y a la otra, el del oído. Estos dos son los sentidos superiores que dan origen a las artes: las visuales uno, las auditivas, el otro. El mundo griego se ha distinguido por la perfección de su obra escultórica y escénica. Por su parte, el énfasis en el oído por parte del hebraísmo ya se anunciaba en la oración central del Shemá Israel, que genera una creación eminentemente literaria.

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   La divergencia podría tener una raíz más profunda: mientras la vista capta en el espacio, la audición reside en el tiempo. Las dos mentadas culturas contrastarían porque, mientras una construye el espacio, la otra es una especie de arquitectura en el tiempo. Las culturas indoeuropea y semítica se han dedicado respectivamente una al espacio y otra al tiempo, una al ser y otra al devenir.
   El judaísmo habría fecundado así la filosofía clásica al colocar junto al logos la memoria, al plantear la prioridad de la responsabilidad sobre la libertad, al no supeditar el tiempo a la historia, ni la humanidad al progreso.
   El mundo en camino a la perfección que es el ideal del mesianismo judío, Hermann Cohen lo vería consumarse a la sazón en Alemania de principios del XX, que constituiría a sus ojos la patria espiritual de todos los judíos. Ya que la simbiosis judeo-helenística habría nutrido a la germanidad, y por lo tanto, el judío resultaría ser un alter ego del alemán, y dotaría a éste de raíces culturales. Según Cohen, el cristianismo, y su descendiente más prístino, el protestantismo alemán, serían derivados del judaísmo.
   Los textos de Cohen tuvieron como objeto más práctico enarbolar la causa germana durante la Gran Guerra y terminaron por su carácter germanófilo siendo refutado por otros pensadores judíos, Klatzkin, Scholem, incluso Buber en la reivindicación del sionismo, que obviaron su pensamiento posterior, más judaico.
   En la nómina de judíos modernos que cuestionaron el texto de Cohen, Jacques Derrida, setenta años después, lo analizó en un coloquio en Jerusalén. Partiendo de la raíz helénica del cristianismo, Derrida se centraría en el concepto de logos. En éste ve el sello de la mancomunidad judeohelénica, ésta en la que Cohen reconoció el linaje alemán.
   Ya, uno de los primeros objetos de análisis que Derrida habría realizado en obras previas habría sido el habla, que históricamente habría marginado a la palabra escrita. La tradición occidental, desde Platón, habría sido logocéntrica y favorecería el habla. De este modo, tendría escrito que el habla siempre fue central y natural en Occidente y, en contrapartida, la escritura fue marginal y artificial. Y aquí aporta una novedad en cuanto al contraste entre lo judaico y lo helénico. Porque una forma más de ese contraste sería en efecto, el vaivén entre los divergentes asedios que habría sufrido la palabra. Muy judaicamente entonces, Derrida emprendería en su obra el rescate de la palabra escrita.

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   Ora parecería que sólo una Europa animada al mismo tiempo por Atenas y Jerusalén podría ser realmente universal y deambular por el siglo XXI sin el espíritu de fracaso que anunciaban tantos críticos de la Modernidad.


Bibliografía:
Derrida, Jacques.- Kant, el judío, el alemán. Ed. Trotta. Madrid, 2004.
Mate, Reyes.- De Atenas a Jerusalén: pensadores judíos de la modernidad. Ed. Akal. Madrid, 1999.

Moisés, el egipcio. [y III]



En esa obra sobre el monoteísmo cuyo punto de partida se encuentra en la interpretación de las Escrituras, Freud subrayó casi en cada página el carácter ingrato de su tema y la incertidumbre del investigador. No poseía pruebas y debía conformarse con sugerencias, deducciones o conclusiones provisionales. Sabía que el contenido de un texto sagrado no puede establecerse con alguna certidumbre pero, expurgado, puede servir para reconstruir, al menos, una cadena plausible de acontecimientos.

Contra la publicación del ensayo, Freud alegó la situación de Austria, entonces bajo un régimen clerical, que no le permitía esperar acogidas ni neutrales. Además de, por severamente crítico consigo mismo, la insatisfacción por los numerosos defectos del trabajo. Pero pese a las imperfecciones, el libro le obsesionó. Más por la propia persona de Moisés, incluso como ‘espectro’, que por el problema histórico de la existencia judía. Le siguió atormentando, a pesar de negarlo reiteradamente, su tesis sobre los orígenes egipcios del profeta.

Otros temas no pueden por sí solos causarle incomodidad. El asesinato del jefe por una ‘chusma’ incapaz de comprender sus designios, se ha visto repetirse bastante a menudo en la Historia de todos los tiempos para que pudiera no ser admisible, incluso sin pruebas concluyentes del supuesto asesinato de Moisés por los judíos. Pero privar al fundador de la historia judía de su identidad, es declarar a todo un pueblo en estado de ilegitimidad, explicándole que esta usurpación milenaria de sus derechos es la verdadera causa del odio de las naciones.

Moisés no tenía en absoluto necesidad de ser egipcio para ser asesinado por los judíos, es más, si no fuese judío, no podría representar sino muy indirectamente el papel de un padre para los hebreos y su asesinato ya no sería el parricidio ejemplar que explica la génesis de las religiones más evolucionadas.

Este Moisés surgió en Freud, según Marthe Robert (*), de su más alejado pasado y de la necesidad que tuvo de volver continuamente sobre las ideas fundamentales de su nacimiento para cambiarlas por lo menos en su imaginación y convertirse así en dueño de su destino. Freud a los 80 años renegó de su padre, porque no tenía ante él sino la atroz perspectiva de la decadencia intelectual y la angustiosa espera de la muerte. Pero para no morir, Freud declaró en el libro que puede pasar por su auténtico testamento. En el momento de abandonar la escena ya no era ni judío ni alemán, no quería ser sino el hijo de nadie y de ningún lugar.



(*) Robert, Marthe. (1976).- Freud y la conciencia judía. Ed. Península. Barcelona.

Moisés, el egipcio. [II]



En los últimos años de su vida, aquejado por su grave enfermedad, decepcionado por los desafectos y abrumado por los acontecimientos de Alemania y los peligros que pueden entrañarle, a Freud se le abrió de nuevo la vieja herida de la existencia judía, amén de reforzarle su pesimismo congénito.
Para Freud el nazismo no era sino una tribulación, una prueba que devuelve al judío a sí mismo. Puesto que el judío tiene que ponerse a prueba primero a sí mismo, debiendo buscar la explicación del odio inexplicable al que se somete eternamente su raza. Freud encontró la clave: es Moisés quien hizo al judío. El libro,  Moisés y la religión monoteísta (1938),  ofrecía en la persona de Moisés el hombre, la respuesta a todos los enigmas judíos. Además el Moisés fue un compendio de las teorías esenciales que componen la teoría psicoanalítica.
Moisés era egipcio porque según la etimología de su nombre parece poderlo ser y su raza se podía deducir por sí misma de su nacionalidad.
 [Según Freud, el monoteísmo no nació en la cultura hebrea, es más bien una aportación egipcia. Moisés no era judío sino más bien un egipcio seguidor del Dios Atón, deidad que representaba al Sol. Esta creencia fue instituida por el Faraón Akhnaton y a su muerte los egipcios regresaron a su antigua creencia politeísta y el culto al Dios único fue perseguido.
Moisés salió de Egipto circa 1350 A.C., y se llevó con él a una tribu semita. Para formar la alianza impuso la costumbre egipcia de la circuncisión. Las exigencias de Moisés no fueron bien recibidas y la turba de esclavos terminó por asesinarlo.
En el camino se aliaron con otra tribu semita que adoraba a un dios llamado Yahvé que tenía una representación volcánica. En este momento se mezclaron las historias de los dos grupos borrando el asesinato, judaizando al Moisés egipcio e integrándolo a un segundo Moisés que realmente era un sacerdote del dios medianita.
El dios guerrero se mezcló con la imagen pacifista y espiritual de Atón. Y ambos conformaron una sola deidad para el pueblo que conquistó y se asentó en la Tierra de Israel].


* *

continuará...