En esa obra sobre
el monoteísmo cuyo punto de partida se encuentra en la interpretación de las
Escrituras, Freud subrayó casi en
cada página el carácter ingrato de su tema y la incertidumbre del investigador.
No poseía pruebas y debía conformarse con sugerencias, deducciones o
conclusiones provisionales. Sabía que el contenido de un texto sagrado no puede
establecerse con alguna certidumbre pero, expurgado, puede servir para
reconstruir, al menos, una cadena plausible de acontecimientos.
Contra la publicación
del ensayo, Freud alegó la situación de Austria, entonces bajo un régimen
clerical, que no le permitía esperar acogidas ni neutrales. Además de, por
severamente crítico consigo mismo, la insatisfacción por los numerosos defectos
del trabajo. Pero pese a las imperfecciones, el libro le obsesionó. Más por la
propia persona de Moisés, incluso como ‘espectro’, que por el problema
histórico de la existencia judía. Le siguió atormentando, a pesar de negarlo
reiteradamente, su tesis sobre los orígenes egipcios del profeta.
Otros temas no
pueden por sí solos causarle incomodidad. El asesinato del jefe por una
‘chusma’ incapaz de comprender sus designios, se ha visto repetirse bastante a
menudo en la Historia de todos los tiempos para que pudiera no ser admisible,
incluso sin pruebas concluyentes del supuesto asesinato de Moisés por los
judíos. Pero privar al fundador de la historia judía de su identidad, es
declarar a todo un pueblo en estado de ilegitimidad, explicándole que esta
usurpación milenaria de sus derechos es la verdadera causa del odio de las
naciones.
Moisés no tenía en
absoluto necesidad de ser egipcio para ser asesinado por los judíos, es más, si
no fuese judío, no podría representar sino muy indirectamente el papel de un
padre para los hebreos y su asesinato ya no sería el parricidio ejemplar que
explica la génesis de las religiones más evolucionadas.
Este Moisés surgió en Freud, según Marthe Robert (*), de
su más alejado pasado y de la necesidad que tuvo de volver continuamente sobre
las ideas fundamentales de su nacimiento para cambiarlas por lo menos en su
imaginación y convertirse así en dueño de su destino. Freud a los 80 años
renegó de su padre, porque no tenía ante él sino la atroz perspectiva de la
decadencia intelectual y la angustiosa espera de la muerte. Pero para no morir,
Freud declaró en el libro que puede pasar por su auténtico testamento. En el
momento de abandonar la escena ya no era ni judío ni alemán, no quería ser sino
el hijo de nadie y de ningún lugar.
(*) Robert, Marthe. (1976).- Freud y la conciencia judía. Ed. Península. Barcelona.
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