L'angelo caduto. Emilio Farina [col. part.].
• Escribir contra la moral por rechazo a toda forma de
moralismo, parece la fórmula de Rosset porque la falsedad de juicio (juicio
falso), por la inexactitud y la mentira que implica, son para él los principales
pilares de todo discurso moral.
Y denomina el ‘demonio del bien’ a la representación del
mundo constantemente falseada por el prisma deformante de la apreciación moral.
Le parece vano intentar erradicar en alguien una idea absurda, porque la
desilusión, el desengaño, es un remedio peor que el mal que pretende curar.
Nada es tan temible, dice, como el amor a la humanidad en
general, que viene lo más a menudo a amar a todo el mundo sin por ello dejar de
detestar a cada persona en particular.
• La causa de la moral le parece definitivamente perdida en sus pretensiones a la filosofía. Ya que los hombres se equivocan, no los teóricos que les han indicado el camino y los hechos no son nada y las ideas lo son todo. El principal punto neurálgico, débil, de la moral parece residir, según él, en su incapacidad de afrontar lo real, o, lo que es lo mismo, en su aptitud para recusar como inmoral lo que no puede admitir como realidad. Lo considera el escamoteo moral de la realidad. Pero, añade, lo real termina siempre por triunfar, aún puesto en cuarentena por la moral. Y sería aligerar la crueldad de la realidad, si pudiera denunciarse su carácter inmoral. Escribe, parodiando a Cioran, que moralizar equivaldría a una protesta contra la verdad.
• Opina que lo que más profundamente es reprochado a la filosofía por los moralistas es su reticencia a indignarse por el mal. Y la indignación es el principal componente de las diversas propensiones psicológicas a la moral, sin ella, la moral perdería su razón de ser. Señala un doble vicio que condenaría en efecto la indignación a la impotencia y a la paradoja. El primero consistiría en hacer desaparecer como por arte de magia el objeto que pretende atacar, asfixiando todo análisis y prohibiendo por su recusación previa todo estudio y cualquier toma en consideración del objeto que se propone desacreditar. Así la descalificación por razones de orden moral permite evitar cualquier esfuerzo de comprensión, de manera que un juicio moral traduce siempre un rechazo a analizar, un rechazo a pensar. El segundo vicio de la indignación moral sería no tener cuidado del hecho de que aquello contra lo que nos sublevamos es así mismo de orden moral y ésa es su insostenible paradoja.
La moral, señala Rosset, no critica generalmente más que a
los partidarios de un añadido moral, porque los crímenes de los que se indignan
los moralistas han sido casi siempre la obra de personas más moralistas aún.
• Por ‘moral’ entendería lo que designa esencialmente el pensamiento que se ha desplegado en la época de la Ilustración. Para él son filosóficamente lamentables las menciones kantianas de una ‘inteligencia natural y sana’ (que anuncia la expresión moderna y aún más lamentable de ‘posición políticamente correcta’). La voluntad buena en Kant sería el objeto de una fascinación o, mejor, de una alucinación.
Analiza una variante pre-kantiana en el concepto rousseauniano
de ‘voluntad general’. Y le resulta evidente que una voluntad desvinculada de
su pertenencia individual, es una voluntad privada de todo querer real y
entonces una voluntad fantasmática, incapaz de querer algo. Porque la voluntad
es individual o no es. Voluntad general, dice bien, aparte de constituir una
contradicción en los términos, no es ni voluntad, ni general (la suma de las
voluntades particulares, incluso si se revela mayoritaria, no constituirá nunca
una voluntad general, ya que procede de motivaciones individuales y cada una
diferente de la otra). Y es absurdo hablar de voluntad general, incluso de
‘voluntad mayoritaria’, que sólo puede ser la adición de votos que pueden
predominar en un escrutinio, pues no por ello deja de ser la expresión de
voluntades notablemente diferentes unas a otras. Un voto mayoritario no expresa
una voluntad mayoritaria, y, naturalmente, menos aún una voluntad general.
Indica que el imperativo categórico de Kant es inadmisible
por su pretensión a la universalidad. ¿Dónde termina el individuo y dónde
comienza la persona humana? pregunta. Si ningún hombre ha sido el ‘semejante’
de otro, por parte del hombre nadie ha podido nunca definir lo que es humano o
inhumano. Pues todo aquello de que es capaz el hombre es también necesariamente
humano. [“Soy hombre y nada de lo que es humano me es ajeno” Terencio. Héautontimôrumenos].
Además, puntualiza que el imperativo moral es en principio
aberrante por el mismo hecho de constituirse como imperativo moral. La
verdadera moral se burlaría de la moral, según Pascal. Porque la generosidad es
por definición ajena al sentimiento del deber.
Plantea que se actúa no moral sino civilmente y eso es todo
lo que se le puede pedir a un hombre sabio y prudente en el sentido
aristotélico. Ese orden civil incita al relativismo y a la ponderación,
mientras que, por su pretensión de universalidad, el orden moral tiende al
proselitismo y al fanatismo. Y frente a mantener la esperanza ilusoria de
una moral universalmente admisible, la impotencia moral y la potencia jurídica.
Así, aunque inatacable moralmente, el criminal sería vulnerable legalmente. La
legalidad, incide, puede tener éxito allí donde la moral fracasa. Y es que
según Spinoza, el tesoro que ha traído Moisés del monte Sinaí no es el
conocimiento de ‘dios’ sino la noción de un ‘estado de derecho’.
[continuará]
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