Tras la muerte de Derrida, de la que se han cumplido ya diez años, Sloterdijk redactó un texto [*] con una serie de descontextualizaciones y recontextualizaciones sobre su obra en homenaje a un amigo, dice, acompañado de “la idea de que [su] cámara funeraria roza un cielo muy elevado”.
Derrida,
que tuvo por segunda profesión la de necrólogo de sus admirados colegas [**], recibió póstumamente, así, su misma ‘medicina’ con la gratitud
intelectual, no exenta de sutil ironismo, de la que hizo gala en estas viñetas el
tedesco, autoincluido entre “aquellos que piensan a Derrida pensando en
Derrida”.
[*] Sloterdijk, Peter (2007).- Derrida, un egipcio. El problema de la pirámide judía.
Amorrortu Ed. (Col. Nómadas). Buenos Aires
(Argentina).
[**] Derrida, Jacques (2005).- Cada vez única. El fin del mundo.
Ed. Pre-Textos.
Valencia.
[0]
Introducción.
Comienza Sloterdijk escribiendo
que nada le parece más natural en los vivos, que olvidar a los muertos y en los
muertos, nada más obvio que el hecho de acosar a los vivos. Y
recuerda que Derrida afirmaba, en cercana alusión a su ‘existencia’ póstuma,
estar imbuido de dos convicciones opuestas, la certeza de que, por un lado, se lo olvidaría por completo un día después de muerto y la certidumbre, por el
otro, de que la memoria cultural conservaría, pese a todo, algo de su obra. Ambas
certezas coexistirían en él como si nada las asociara entre sí porque él mismo
se vivía como receptáculo de oposiciones que no querían reunirse para conformar
una identidad.
Podrían predibujarse los
principales trazos de un retrato filosófico de Derrida en una inquietud siempre
alerta de no quedar fijado en una identidad determinada y en un lugar que sólo
podía situarse en el frente más avanzado de la visibilidad intelectual.
No hay más que dos
procedimientos, dice Sloterdijk, que permiten hacer justicia a un pensador. El
primero consistiría en encontrarlo en sus obras, en el movimiento de sus frases
o en el fluir de sus argumentos, como modelo de una lectura singularizadora. El
otro procedimiento iría del texto al contexto, integrando al pensador en horizontes
suprapersonales y desembocando en una lectura desingularizadora. Al preferir el
primer camino, el propio Derrida se defendió por ello contra, por ejemplo, la
tentativa de Jürgen Habermas de hacer de él un místico judío y señaló con una reticencia sutil,
que deberíamos ahora tener de guía: «Tampoco
exijo que me lean como si fuera posible situarse frente a mis textos en un
éxtasis intuitivo, pero sí que sean más prudentes en las puestas en relación,
más críticos en las trasposiciones y en los desvíos por contextos a menudo muy
alejados de los míos».
Sloterdijk, sin embargo, toma
el segundo camino porque, para él, la exigencia de distancia también puede
concebirse como un antídoto contra los peligros de una recepción que presuponga
un culto. A ese respecto, propone rastrear a Derrida en autores como Niklas
Luhmann, Sigmund Freud, Thomas Mann, Franz Borkenau, Régis Debray, Georg
Wilhelm Friedrich Hegel y Boris Groys.
Transcribimos aquí sus ‘paseos’.
[Nota: Todas las imágenes de la serie proceden de Google]
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