Groys y Derrida.
Según el conocido esquema de
Hegel, la marcha del espíritu a través de la historia, inseparable de la
historia del éxito de una política de la libertad, sigue el modelo de la
trayectoria del sol entre Oriente y Occidente. Si en el Oriente despótico era
libre un solo hombre y la Grecia aristocrática y democrática permitió la
libertad de una mayoría de personas, el Occidente cristiano produjo un estado
del mundo que se basa en la libertad de todos.
Se podría volver a describir
ese movimiento a la luz de las reflexiones antes reseñadas aquí, poniendo el
acento en la política de la inmortalidad, lo que daría como resultado una
trayectoria un poco diferente. En el inicio en Egipto, sólo uno era inmortal y su
conservación era el quehacer más elevado del Estado. En la Antigüedad
grecorromana no había inmortalidad para nadie y en la era cristiana en cambio,
la inmortalidad era para todos. Por fin en la modernidad se ha establecido una
situación en la que todos los hombres vuelven a ser mortales, aunque no obstante, la inmortalidad hoy
está al alcance de una cierta cantidad de personas.
Sloterdijk encabeza con este
esquema sus reflexiones, con las que ultima esta serie de contextualizaciones
del fenómeno Derrida, sobre la obra de Boris Groys, cuyo libro Politique de l'immortalité, una especie de temblor de
tierra en el dominio de la teoría filosófica del arte, le puede permitir esclarecer la situación posterior a Derrida.
Se puede calificar el texto de
Groys como la más radical de todas las reinterpretaciones posibles del fenómeno
de la pirámide. Sin embargo lo esencial no es saber cómo se puede transportar
el cuerpo macizo de la pirámide. Groys se interesa, por el contrario, en las
cámaras funerarias que alberga, en las cuales se depositaba la momia del
faraón. Si existe un problema de transporte o de desplazamiento en esa época, consiste
en saber si es posible sacar de la pirámide la cámara funeraria y reinstalada
en otro lugar. La respuesta es afirmativa. Según Groys, no se hará justicia a
la civilización moderna si no se presta atención a su modo de ‘reutilizar’ la
cámara faraónica. La última morada de un faraón representa el arquetipo
de un espacio muerto que puede ser reconstruido en todos los lugares donde los
cuerpos, aun los no faraónicos, deben ser depositados con vistas a una conservación
que los eternice. De este modo, incluso la cámara de la pirámide es un objeto
que se puede mandar de viaje y que
toma tierra, preferentemente, en las regiones del mundo
moderno donde la gente está poseída por la idea de que los objetos del arte y
la cultura deben conservarse a cualquier precio.
Por consiguiente, el espacio muerto de estilo
egipcio se reinstala allí donde hay museos, al no ser éstos más que
lugares heterotópicos en el corazón de la vida moderna en los cuales, objetos
escogidos, como momias contemporáneas, son mortificados, desfuncionalizados, arrebatados
al uso profano y propuestos a la observación ensimismada.
Se podría decir que también
Groys es un pensador que actúa a partir de una cierta posición joséfica, pero en
contraste con Derrida, no practica la interpretación de los sueños en el centro
textual del poder; por el contrario, ha reemplazado esa actividad interpretativa
por la de comisario de los sueños. Está convencido de que los sueños de los
antiguos, como los de los contemporáneos, no necesitan nuevos intérpretes, ya
que los hay en número más que suficiente. Los sueños de los habitantes del
reino, sus textos, sus obras de arte, sus desechos, exigen más bien, por el
contrario, coleccionistas y comisarios de exposición originales.
El comisario de los sueños
tiene por sí mismo más que ver con el cuerpo de los objetos oníricos que con su
sentido profundo y desde ese punto de vista, Groys se asocia al materialismo
ontosemiológico de Derrida. Para Groys, la pretensión derridiana de haber
comprendido que no existe iluminación está aún demasiado formulada a la manera
de la iluminación. Groys es absolutamente consciente de que Derrida, tras
Freud, Saussure, Wittgenstein y Heidegger, ha recorrido las fronteras de la
filosofía del lenguaje y ha sido, en ese sentido, un culminador. No tiene duda
alguna sobre su estatura como pensador y del trabajo de la filosofía que sólo
seguirá progresando si quienes lo llevan a cabo cambian de dirección y hacen
algo diferente.
El cambio de dirección que
Groys propone pos-Derrida, formularía una teoría de los archivos, tal que en donde se
encontraba la gramatología debe manifestarse la museología. En cierta
medida, señala Sloterdijk, Groys es el Feuerbach de Derrida, ya que desanda el
camino que lleva de los espectros de Derrida a las momias reales y sugiere suceder a su pensamiento con la economía política
de las colecciones heterotópicas y con la alianza de la filosofía con la
literatura narrativa.
La noción de archivo cumple,
pues, un papel clave en el pensamiento de ambos autores. Para Derrida, los
archivos son el vicario de lo infinito en lo finito, un edificio de paredes fluidas, incluso una casa sin muros,
poblada por una cantidad infinita de residentes con opiniones cuya diversidad
se mueve en una deriva imprevisible. Para Groys, en cambio, los archivos son
una institución finita y discreta. Es el museo inteligente, de una exclusividad
neoegipcia, no imaginario. En él se comparan innovaciones concretas con objetos
concretos de la colección anterior y se evalúa su dignidad para ser
coleccionadas. Los archivos de Groys son una máquina de inmortalización del
arte y de las momias de la civilización, el lugar donde cierto número de
personas pueden adquirir una inmortalidad relativa gracias a sus obras.
El punto de inflexión
museológico sigue siendo filosófico porque reinterpreta de la manera más
compacta posible el pensamiento más profundo de la metafísica, la diferencia
ontológica entre Ser y Ente, tal como la describió Heidegger. Esa diferencia
entre lo eterno y lo efímero, en Groys asume hoy la oposición entre lo que se
puede reunir en la cámara funeraria generalizada de la pirámide, es decir, en
los archivos o el museo, y la abundancia infinita y
arbitraria de los fenómenos que queda para siempre fuera
de esa cámara.
Por ello Groys no puede aprobar
la interpretación derridiana de la khôra platónica.
Ese espacio absorbente sin atributos no es de naturaleza psíquica o intrascendente,
no es el pozo hegeliano que se sumerge en el interior o la tolerancia de
Derrida con respecto a los textos. Es simplemente el espacio muerto de las
cámaras funerarias qué, en la modernidad vuelve a utilizarse con el arte y la
cultura. Es el espacio que quiebra las bajezas de la vida dispersa y las pretensiones
del devenir a fin de permitir la contemplación.
Groys, el comentarista
filosófico del arte de los tiempos modernos, es el verdadero último metafísico,
el metavitalista que plantea la cuestión de la metamorfosis de la vida simple
por su desfiguración y su desfase en los archivos. De todos los lectores de
Derrida, es quien le rinde homenaje al abandonar rigurosamente los caminos de
la imitación y la exégesis, concluye Sloterdijk.
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