miércoles, 11 de noviembre de 2020

A vueltas con Babel [I]

Ninguno de los edificios que el hombre habría de construir sería tan inquietante y estaría tan lleno de significados como la torre, que sigue proyectando su sombra en la imaginación de los hombres.
Acaso porque siguen existiendo la multiplicidad y la confusión de las lenguas, o quizá porque, cada vez que el hombre concibe una nueva y desmesurada ambición, se ve asaltado durante un instante por el recuerdo de la primera gran catástrofe tecnológica.

Proyecto de una ruina [*].

        “La construcción de la torre de Babel no surgió de un acto de orgullo, sino de la misma desesperación. Según el relato bíblico, los hombres hablaban una única lengua y las palabras eran iguales para todos, mas no tenían un nombre.
Misterioso y ciertamente terrible era este desierto onomástico por el que se movían los hombres, que cargaban sobre sus espaldas con la expulsión del jardín del Edén y con el Diluvio. Los hombres ya no se hacían ilusiones: Dios, el Dios que los había creado de la nada, no los amaba. Desconfiaba de su ambiciosa inteligencia, los temía quizá (…) No obstante, Dios no exterminó a los hombres (…) ¿Acaso porque el hombre ya había descubierto la muerte y se había vuelto por ello invulnerable? Cuando el hombre se dispone a construir la torre que habrá de llevar dicho nombre, el suplicio -entre pérfido e irónico- escogido por Dios será el siguiente: los hombres no tendrán nombre. Si se dividiesen, serían ajenos unos a otros, las distancias se volverían incolmables. Pero disponían de una lengua única: podían nombrarlo todo, pero no a sí mismos. Alguien les persuadió: si construían una torre que llegase hasta el cielo, podrían tener un nombre (…)
Mas el proyecto era a un tiempo temerario y humilde, querían construir una ciudad y una torre. La ciudad, la torre y el nombre formaban una tríplice alianza, proponían la salvación definitiva.
No olvidemos el temor a dispersarse que turbaba a los hombres; si tuviesen un nombre, no habrían de dividirse, así que tendrían una ciudad; la torre les proporcionaría un nombre; de este modo ciudad, nombre y torre constituirían un sistema sagrado, total, salvador (…) Dios comprendió que si el hombre arrancaba al cielo el nombre que le correspondía sucedería algo semejante a lo que aconteció en el Edén: el hombre se conocería a sí mismo, el hombre no se dispersaría jamás. La dispersión del hombre era algo irrenunciable en el proyecto de Dios. Por tanto Él no podía tolerar que el hombre llegase a nombrar, además de las cosas creadas, a sí mismo. El nombre del hombre sólo era conocido por Dios, y Dios lo mantenía oculto.
Pero los hombres estaban desesperados, amenazados por la locura, porque no tenían un nombre. Así que, todos juntos, trabajaron en la Ciudad, en la Torre, en el Nombre. Fracasaron; pero lo consiguieron. No lograron la ciudad, no perfeccionaron la torre, no obtuvieron el nombre, mas desde aquel momento la obra interrumpida tras la expulsión del Paraíso Terrenal volvió a reanudarse, para no ser suspendida nunca más. Por todas partes se construyen ciudades que terminan por no ser más que ruinas, torres que acaban derrumbándose, se dicen Nombres impronunciables. Y en las alturas, Dios no encuentra alivio; Dios tiene miedo, Dios planea diluvios.

  
 [Joseph Beuys. Cosmos y Damián, 1974 Tarjeta postal, Edition Klaus Staeck]. 

La torre de Babel, la ciudad de Babel, eran grandes; eran conjuntos de edificios de infinitas dimensiones; los pintores que vieron la Ciudad y la Torre en sus sueños comprendieron que, en realidad, se trataba de construir un mundo, y de situarlo en torno a su centro, un centro capaz de unir el centro de la tierra con el centro del cielo. En las grandes pinturas se ve con claridad que, para evitar la dispersión, todos los hombres tuvieron que vivir juntos en una única ciudad con infinitas calles, y casas, y plazas, y jardines, y almacenes, y termas, y arcos; y todos tuvieron que trabajar en la torre; la torre no era obra de un genio, invención de un arquitecto, inspiración de un artista: era la obra total del hombre, del hombre dedicado a la captura del nombre. Si observamos con atención las imágenes plasmadas en color y dibujo de este infinito proyecto, veremos que todos ellos trabajaban juntos en la cotidianeidad de la ciudad y en la eternidad de la torre (…) todos aquellos que en vano, aunque con fidelidad y constancia, lucharon por capturar el nombre y que, con palabras sencillas y quizás arcaicas, encomendaron la tarea a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Sí, puede que fuese éste el ardid del Dios rencoroso. Las generaciones iban sucediéndose y la torre subiendo, pero la distancia entre la torre, entre la cota alcanzada con dificultad, y la ciudad seguía aumentando (…) ¿Estuvo siempre claro por qué habían emprendido tan ardua e imposible construcción? La ciudad se volvió sin duda enorme, tan enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los de otro barrio; y entonces sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo estando todos en la misma ciudad.
Probablemente bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron divididos en una multitud de multitudes, en una miríada de naciones aisladas, capaces de entenderse, pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos constructores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticias de ella, de la ciudad que habían abandonado sus padres (…)
La agonía fue sin duda lenta (…) la torre empezó a derrumbarse: se quebraron los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron los terraplenes (…)
Pero como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron la mole hormigueante de la torre (…) se dieron cuenta de que de vez en cuando (…) tan sólo con asomarse, con aguzar la vista cansada, verían surgir una torre, una torre que era a un tiempo una ruina, un entramado de ruinas y una obra perfecta, de absurda, de no humana perfección (…)”

Giorgio Manganelli, 1989.
[* Revista FMR nº 77]

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