lunes, 18 de mayo de 2015

Pensar en Derrida pensando a Derrida [IV].

 
           [4]
Borkenau y Derrida.
Es conveniente, sigue Sloterdijk, vincular ahora la obra de Derrida con el interesante relato debido al historiador del arte Franz Borkenau, sobre las respuestas que las civilizaciones han dado a la muerte, en recuerdo de las tesis fundamentales de su especulación histórica.
Su filosofía de la civilización está consagrada a dichas tomas de posición frente al citado fenómeno. Mientras que uno de los tipos de cultura la rechaza y reacciona ante ella mediante una teoría de la inmortalidad, el otro tipo la acepta y se adapta a su existencia desarrollando una cultura comprometida con la vida en este mundo. Borkenau califica estas opciones bipolares como una ‘antinomia de la muerte’ que constituye una elaboración cultural base de su teoría de los posicionamientos, ligados entre sí, pero contrarios, de las civilizaciones frente a la muerte. Borkenau ambicionaba refutar la doctrina histórico-filosófica de Oswald Spengler, según la cual las civilizaciones surgen en cada oportunidad de una experiencia propia e inimitable, sin intercambio de unas con otras, en un ciclo de vida de características exclusivamente endógenas. A juicio de Borkenau, las civilizaciones forman una cadena de generaciones cuyos eslabones están ligados entre sí según el principio de oposición al eslabón precedente.
La serie comienza en forma ineluctable con los egipcios quienes, con su construcción de pirámides, sus momificaciones y sus vastas cartografías del más allá, levantaron un monumento aún hoy impresionante a su obsesión por la inmortalidad y, más aún, apunta Sloterdijk, por una inmortalidad entendida también en un sentido corporal.
La oposición al egipcianismo fue desarrollada por las civilizaciones siguientes, las de la aceptación de la muerte, que en nuestra perspectiva actual llamamos Antigüedad. En ella encontramos en primer lugar a los judíos y los griegos, pero, asimismo, en segunda fila, a los romanos. En esos pueblos, las enormes energías absorbidas por los trabajos de la inmortalización en el régimen egipcio quedaron liberadas para dar forma a la vida política en un tiempo finito. Por ello la invención de lo político puede considerarse como la prestación acerca de la mortalidad, común de las civilizaciones mediterráneas antiguas. Entre los polos de Jerusalén y Atenas, habitualmente opuestos uno al otro, no existe, desde ese punto de vista, ninguna antítesis. Tanto en uno como en otro caso, el principio vigente es que la vida pública, en comunidades populares moralmente exigentes o en colectividades de ciudadanos que cooperan de manera sensata, sólo puede nacer si los hombres dejan de pensar sin descanso en la supervivencia de su cuerpo o su alma y, en consecuencia, tienen las manos libres para encarar las misiones de la communio y de la polis.
 Las sobretensiones originadas en el desarrollo de las colectividades políticas de ciudadanos no podían sino producir, según Borkenau, una nueva reacción inmortalista. Fue la reacción que, tras un interregno bárbaro, dio origen a la era cristiana en Europa occidental. La ‘civilización cristiana’ (concepto no precisamente acertado) constituye, en su nueva insistencia en la inmortalidad, una hija menor del egipcianismo, aunque haga hincapié en la inmortalidad del alma fundamentalmente -la preocupación egipcia por el cuerpo eterno sólo conoció una posteridad indirecta en el culto católico de las reliquias-.
Conforme al esquema de Borkenau, el inmortalismo cristiano suscitó con sus excesos necesariamente la tesis contraria. Los tiempos modernos, iniciados con el Renacimiento, son otra vez una cultura de aceptación de la muerte y se vuelve a motivar la inversión de las energías humanas en proyectos políticos. A estos se agrega, de acuerdo con el rasgo técnico fundamental de la modernidad, la alianza de toma del poder y apaciguamiento de la vida de la que debía surgir la sociedad de consumo actual. En la filiación de las civilizaciones, la modernidad sería, como comenta Sloterdijk, nieta de la Antigüedad (y, eo ipso, bisnieta de Egipto). Su opción compartida en favor de la aceptación de la muerte suministró el motivo profundo de la resonancia entre la modernidad y la antigüedad. En esa elección encontraríamos razones por las cuales un autor paradigmático de la modernidad, como Freud, pudo sentirse tan a gusto en compañía de filósofos antiguos.
La actualidad y la fecundidad del modelo de Borkenau no residen en su precaria explicación histórica, sino más bien, argumenta Sloterdijk, en el hecho de que el paso de una semántica metafísica a una semántica posmetafísica no es percibido como una cuestión de progreso en la evolución o de profundización lógica. Ese paso sería el efecto de una oscilación inevitable entre las épocas. En lo concerniente a la posición de Derrida en esa oscilación, lo que el filósofo llama deconstrucción no es, en un primer momento, más que un acto que supone una secularización semántica radical. El procedimiento deconstructivo podría describirse como un manual de instrucciones para el traspaso de las iglesias y los castillos del antiguo régimen metafísico e inmortalista a manos del Tercer Estado de los mortales. Lo extraño de ese procedimiento, sin embargo, es que Derrida no cree que los modernos tengan la energía necesaria para levantar nuevos edificios auténticos. Parece más bien inclinado a admitir la idea de que los hombres, en términos simbólicos, siguen estando condenados a habitar en edificios antiguos, más aún, que siguen viviendo en castillos con espectros, aunque crean residir en los edificios neutros de nuestra época.
Para Sloterdijk la virtud del modelo de Borkenau obedece al hecho de que puede contribuir a poner de relieve la complejidad de la posición de Derrida. Pues si también él rendía homenaje, en el modus operandi de sus trabajos, a la decisión mortalista, tal como caracteriza a la civilización judeogriega y su heredera, la civilización moderna, siempre se ha mantenido ligado al inmortalismo egipcio, pero asimismo, en menor medida, al inmortalismo cristiano. Derrida no sólo quería expulsar a los espíritus del pasado inmortalista, afirmaba que nunca se puede salir del todo del círculo de la metafísica y al mismo tiempo, persistía en reivindicar su derecho a preservar su incógnito metafísico.
Acaso habría que considerar la deconstrucción como un procedimiento destinado a defender la inteligencia contra las consecuencias de la unilateralización. Ella equivaldría, entonces, al intento de asociar la pertenencia a la ciudad moderna de los mortales con una opción abierta favorable al inmortalismo egipcio. Pero si el uso deconstructivo de la inteligencia es una profilaxis de la unilateralización, su ejercicio consumado también debe hacerse valer en la preparación del propio fin. El filósofo, en cuanto objeto pensante no identificado, estaba condenado a la opción de un doble sepultamiento. El primero en la tierra del país que había habitado con espíritu crítico y el segundo, en la pirámide colosal que él mismo se había levantado en los límites del desierto de las letras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario