Thomas Mann y
Derrida.
Sin tanta prudencia como exigía
Derrida en las trasposiciones de contextos, Sloterdijk relaciona la trayectoria
de este pensador llegado de los márgenes del imperio hasta el lugar preminente
alcanzado en él, con el José del Antiguo Testamento, cuyo profeta sería el
escritor Thomas Mann que recuperó, en el siglo XX en su tetralogía, dicho mito
para el humanismo ilustrado. En paralelo con lo visto antes en Freud, Mann
encontró la bisagra entre la partida y el retorno a Egipto en la historia del
hijo menor de Jacob verificando las relaciones de los heteroegipcios con los
‘homoegipcios’.
Y en lo que atañería a Derrida,
si un hombre que llega a Egipto con las manos vacías conoce el triunfo en ese
país, es gracias al arte de leer signos ilegibles para los otros
mediante el sometimiento de toda fabricación simbólica a un análisis fascinante
por la que el semiólogo tiene que avanzar en equilibrio.
Además de la sombra alargada de
Freud, Sloterdijk trae luego a la palestra a intérpretes marxistas del mesianismo, como Bloch y Benjamin, para los
que la ‘interpretación de los sueños’ proletarios pasaba por su transformación
en medios de producción política, incluyendo en los asuntos de la nueva
hermenéutica las construcciones utópicas conscientes.
En este contexto es claro advertir
que la deconstrucción de Derrida puede comprenderse como una tercera ola de
interpretación de los sueños a partir de la posición joséfica, que tiene que ir
más allá de los modelos del psicoanálisis y la hermenéutica mesiánica y que
tiene que desarrollarse forzosamente bajo la forma de una semiología radical
que probara que los signos no proveen jamás la plenitud de sentidos que
prometen. Derrida interpretó, pues, la suerte joséfica mostrando que Egipto
trabaja en nosotros. Puntualizando entonces Sloterdijk, que ‘egipcio’ es el
predicado de todas las construcciones que pueden someterse a la deconstrucción.
Salvo, añade, la más egipcia de todas las estructuras, la pirámide, que se
yergue inquebrantable durante todos los tiempos porque está construida, desde
el inicio, de conformidad con el aspecto que asumiría tras su derrumbe.
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