Borkenau y
Derrida.
Es conveniente, sigue
Sloterdijk, vincular ahora la obra de Derrida con el interesante relato debido
al historiador del arte Franz Borkenau, sobre las respuestas que las
civilizaciones han dado a la muerte, en recuerdo de las tesis fundamentales de
su especulación histórica.
Su filosofía de la civilización
está consagrada a dichas tomas de posición frente al citado fenómeno. Mientras
que uno de los tipos de cultura la rechaza y reacciona ante ella mediante una teoría de la
inmortalidad, el otro tipo la acepta y se adapta a su existencia desarrollando una cultura comprometida con la
vida en este mundo. Borkenau califica estas opciones bipolares como una ‘antinomia
de la muerte’ que constituye una elaboración cultural base de su teoría de los posicionamientos,
ligados entre sí, pero contrarios, de las civilizaciones frente a la muerte. Borkenau
ambicionaba refutar la doctrina histórico-filosófica de Oswald Spengler, según la cual las
civilizaciones surgen en cada oportunidad de una experiencia propia e
inimitable, sin intercambio de unas con otras, en un ciclo de vida de
características exclusivamente endógenas. A juicio de Borkenau, las
civilizaciones forman una cadena de generaciones cuyos eslabones están ligados
entre sí según el principio de oposición al eslabón precedente.
La serie comienza en forma
ineluctable con los egipcios
quienes, con su construcción
de pirámides, sus momificaciones y sus vastas cartografías del más allá,
levantaron un monumento aún hoy impresionante a su obsesión por la inmortalidad
y, más aún, apunta Sloterdijk, por una inmortalidad entendida también en un
sentido corporal.
La oposición al egipcianismo
fue desarrollada por las civilizaciones siguientes, las de la aceptación de la
muerte, que en nuestra perspectiva actual llamamos Antigüedad. En ella
encontramos en primer lugar a los judíos y los griegos, pero, asimismo, en segunda
fila, a los romanos. En esos pueblos,
las enormes energías absorbidas por los trabajos de la inmortalización en el
régimen egipcio quedaron liberadas para dar forma a la vida política en un
tiempo finito. Por ello la invención de lo político puede considerarse como la
prestación acerca de la mortalidad, común de las civilizaciones mediterráneas
antiguas. Entre los polos de Jerusalén y Atenas, habitualmente opuestos uno al
otro, no existe, desde ese punto de vista, ninguna antítesis. Tanto en uno como
en otro caso, el principio vigente es que la vida pública, en comunidades
populares moralmente exigentes o en colectividades de ciudadanos que cooperan
de manera sensata, sólo puede nacer si los hombres dejan de pensar sin descanso
en la supervivencia de su cuerpo o su alma y, en consecuencia, tienen las manos
libres para encarar las misiones de la communio y de la polis.
Las sobretensiones originadas en el desarrollo
de las colectividades políticas de ciudadanos no podían sino producir, según
Borkenau, una nueva reacción inmortalista. Fue la reacción que, tras un interregno
bárbaro, dio origen a la era cristiana
en Europa occidental. La ‘civilización cristiana’ (concepto no precisamente
acertado) constituye, en su nueva insistencia en la inmortalidad, una hija
menor del egipcianismo, aunque haga hincapié en la inmortalidad del alma fundamentalmente
-la preocupación egipcia por el cuerpo eterno sólo conoció una posteridad
indirecta en el culto católico de las reliquias-.
Conforme al esquema de
Borkenau, el inmortalismo cristiano suscitó con sus excesos necesariamente la
tesis contraria. Los tiempos modernos,
iniciados con el Renacimiento, son otra vez una cultura de aceptación de la muerte
y se vuelve a motivar la inversión de las energías humanas en proyectos
políticos. A estos se agrega, de acuerdo con el rasgo técnico fundamental de la
modernidad, la alianza de toma del poder y apaciguamiento de la vida de la que
debía surgir la sociedad de consumo actual. En la filiación de las civilizaciones, la modernidad
sería, como comenta Sloterdijk, nieta de la Antigüedad (y, eo ipso, bisnieta de Egipto). Su opción
compartida en favor de la aceptación de la muerte suministró el motivo profundo
de la resonancia entre la modernidad y la antigüedad. En esa
elección encontraríamos razones por las cuales un autor paradigmático de la
modernidad, como Freud, pudo sentirse tan a gusto en compañía de filósofos
antiguos.
La actualidad y la fecundidad del
modelo de Borkenau no residen en su precaria explicación histórica, sino más
bien, argumenta Sloterdijk, en el hecho de que el paso de una semántica
metafísica a una semántica posmetafísica no es percibido como una cuestión de progreso en
la evolución o de profundización lógica. Ese paso sería el efecto de una
oscilación inevitable entre las épocas. En lo concerniente a la posición de
Derrida en esa oscilación, lo que el filósofo llama deconstrucción no es, en un
primer momento, más que un acto que supone una secularización semántica radical.
El procedimiento deconstructivo podría describirse como un manual de
instrucciones para el traspaso de las iglesias y los castillos del antiguo
régimen metafísico e inmortalista a manos del Tercer Estado de los mortales. Lo
extraño de ese procedimiento, sin embargo, es que Derrida no cree que los modernos
tengan la energía necesaria para levantar nuevos edificios auténticos. Parece más bien inclinado a
admitir la idea de que los hombres, en términos simbólicos, siguen estando
condenados a habitar en edificios antiguos, más aún, que siguen viviendo en
castillos con espectros, aunque crean residir en los edificios neutros de
nuestra época.
Para Sloterdijk la virtud del
modelo de Borkenau obedece al hecho de que puede contribuir a poner de relieve
la complejidad de la posición de Derrida. Pues si también él rendía homenaje,
en el modus operandi de sus trabajos, a la decisión
mortalista, tal como caracteriza a la civilización judeogriega y su heredera,
la civilización moderna, siempre se ha mantenido ligado al inmortalismo
egipcio, pero asimismo, en menor medida, al inmortalismo cristiano. Derrida no sólo quería expulsar a los espíritus
del pasado inmortalista, afirmaba que nunca se puede salir del todo del círculo
de la metafísica y al mismo tiempo, persistía en reivindicar su derecho a
preservar su incógnito metafísico.
Acaso habría que considerar la
deconstrucción como un procedimiento destinado a defender la inteligencia contra
las consecuencias de la unilateralización. Ella equivaldría, entonces, al
intento de asociar la pertenencia a la ciudad moderna de los mortales con una
opción abierta favorable al inmortalismo egipcio. Pero si el uso deconstructivo
de la inteligencia es una profilaxis de la unilateralización, su ejercicio
consumado también debe hacerse valer en la preparación del propio fin. El filósofo,
en cuanto objeto pensante no identificado, estaba condenado a la opción
de un doble sepultamiento. El primero en la tierra del país que había habitado
con espíritu crítico y el segundo, en la pirámide colosal que él mismo se había
levantado en los límites del desierto de las letras.
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