Debray y Derrida.
Desde la muerte de Hegel, continúa
Sloterdijk, el discurso sobre el fin de la filosofía, su consumación y
agotamiento, se ha convertido en un lugar común permanente en el diálogo
continuo sobre esta disciplina. Sus sucesores parecían disponer de una sola
alternativa, o conformarse a su carácter epigonal o, haciendo algo muy
distinto, defender su originalidad. Hacia 1900, con las filosofías de la vida se
intentó la combinación de esa epigonalidad del punto de vista de la filosofía
del espíritu con esa originalidad del punto de vista del sustrato vital del
pensamiento. La intervención de Heidegger hizo estallar ese lazo reafirmando el
fin la edad de la filosofía como metafísica u ontoteología. La destrucción de la
metafísica no debía únicamente sacar a la luz otro comienzo del pensamiento en
una Antigüedad más profunda, sino también otra prolongación del pensamiento en
una actualidad más actual. En cuyo centro, Heidegger interpreta el lenguaje
esencial como la proclamación del Ser, que adopta la forma de una exhortación. De
ahí su frase de que el Ser que puede ser comprendido es lenguaje. Así, se puede
encontrar en dicho filósofo una forma, con restos metafísicos, del giro lingüístico que dominó la
filosofía del siglo XX. Derrida también reveló esos restos en Heidegger, al
llevar a cabo el giro decisivo entre la filosofía del lenguaje y la filosofía
de lo escrito, descubriendo el idealismo del pensamiento del Ser como una
última metafísica. Por eso leeremos los textos de la historia de las ideas como
órdenes que ya no podemos obedecer. En ese sentido, Derrida señaló que su
actitud ante los clásicos, caracterizada por la ética de la lectura, estaba
determinada por una mezcla de responsabilidad y falta de respeto.
Entre los autores
contemporáneos que, extrayendo consecuencias de lo anterior, han comprendido
que la actividad filosófica exigía un cambio
de paradigma se destaca Régis Debray, quien encontró la vinculación de la
escuela francesa de mediología -y su consideración de la religión como 'medio'
histórico de síntesis social- con la investigación acerca de
las civilizaciones y con las ciencias teóricas de los sistemas de comunicación
simbólica. Sloterdijk lo toma de consejero para tratar de integrar el fenómeno
Derrida en la economía cognitiva de las sociedades posmodernas del saber, ya
que con su hibridación de la teología y la mediología histórica en su libro Dieu, un itinéraire: matériaux pour l'histoire de l'Éternel
en Occident, que incita a una comparación con Luhmann, se encontraría el
signo principal de una recontextualización mediológica de Derrida.
En el relato que Debray hace de
la vida de la deidad del monoteísmo, las migraciones cumplen un papel decisivo.
La intuición mediológica de Debray resuelve la pregunta acerca de con qué
medios logró ser capaz de viajar y no ser una deidad en arresto domiciliario,
condenado a permanecer en el lugar de su autoinvención. La respuesta la da en
una reinterpretación inspiradora de la secesión judía con el mundo egipcio. Y
es que el concepto de medialidad forjado por Debray ya implica el elemento de
transportabilidad. Por lo que la ciencia de las religiones se convierte en una
subdisciplina de la ciencia de los transportes y la ciencia de los transportes
-o semiocinética política-, pasa a ser una subdisciplina de la teoría del
escrito y de los medios (si la última palabra de la filosofía relegada a sus
márgenes fue ‘el escrito’, la palabra siguiente tenía que ser ‘el medio’). La
mediología proporciona la herramienta necesaria para comprender la Entstellung, la desfiguración o el desfase, no como el solo efecto de las operaciones de lo escrito, como
proclama la deconstrucción, sino, como el resultado del lazo entre el texto y
el transporte.
Otra posibilidad, pues, de
observar el vínculo entre los conceptos de Entstellung
y différance. Si la Entstellung de
una cosa, como sugiere Freud, conlleva un cambio de designación y un cambio de posición,
es decir, un desfase en el espacio geográfico y político, la actividad de
diferenciación debe considerarse entonces, como un fenómeno de transporte. Pensar
lo individual se deduce del arquetipo de las historias de transporte. Y la
aventura del transporte de la antigua humanidad y verdadero vector de una
significación sagrada, es el relato bíblico del éxodo de Israel en su salida de
Egipto.
Al mito de la partida se asocia
el mito de la movilización total en la cual un pueblo entero se transforma en
un bien mueble, autoportante. La totalidad de las cosas deben ser reevaluadas
desde el punto de vista de su transportabilidad y la primera reevaluación de todos los valores se
relaciona con la dimensión de las cargas. Como explica Debray, esta
inversión axiológica tiene como primeras víctimas a los pesados dioses de los
egipcios, a los cuales su inmovilidad petrificada les impide partir. Si el
pueblo de Israel pudo transformarse en una entidad teofórica, fue porque logró
transcodificar a su deidad, trasladarlo del medio de la piedra al del pergamino.
Operación mediante la cual lo eterno quedará ligado en lo sucesivo a lo
efímero, en cuanto lo mortal y perecedero accede al rango de vehículo de lo
inmortal. A ese respecto escribe Debray que «lo
divino cambia de manos: de los arquitectos pasa a los archivistas. Deja de ser
monumento para ser documento. El Absoluto anverso-reverso es una dimensión
ganada, dos en lugar de tres. Resultado: una sacralidad plana (milagrosa como
un círculo cuadrado)».
Además, surge la cuestión de si
el pueblo del Éxodo, al dejar tras de sí a los dioses pesados, podía también
dejar tras de sí las pesadas tumbas de los egipcios, las
pirámides que servían a los grandes muertos como máquinas de inmortalización. Si
la transcripción de la deidad llevada a cabo por los judíos se expresaba en un
registro transportable, se puede suponer que también podrían haber logrado
trasponer el arquetipo de la pirámide a un formato portátil, si sintieron la
necesidad de pirámide aún luego del Éxodo.
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