Sobre
la crisis del judaísmo asimilado, tara innata, según Karl Kraus, de la literatura judeo-alemana, Kafka
escribió a Max Brod: “más que el
psicoanálisis… este complejo paterno del que más de uno se alimenta
espiritualmente no se refiere al padre inocente, sino al judaísmo del padre. Lo
que querían la mayor parte de los que comenzaron a escribir en alemán, era
abandonar el judaísmo, generalmente con la vaga aprobación del padre…”
Esa
dolencia de la literatura es en realidad una dolencia profunda de la vida, de
modo que la joven generación judía
tendrá derecho a hacer a sus mayores, incapaces de encontrarse e incapaces de
separarse de ellos, los amargos reproches que, en la célebre carta que le
escribió a la edad de treinta y seis años, Kafka dirige a su padre para
intentar desentrañar las causas de su mutuo distanciamiento.
Hermann
Kafka, su progenitor, no es en absoluto el inocente padre que el Edipo griego [obsérvese
en el término la reputada oposición entre helenismo
y judaísmo] está destinado a matar,
es más bien el padre culpable, doblemente culpable de ser lo que es y de no
serlo verdaderamente. Ser todavía demasiado judío, para romper con una
tradición exangüe, y de serlo demasiado poco, para transmitir una existencia
asentada en la misma. De suerte que una familia judía, especialmente bajo el
horizonte alemán, vivía crónicamente en estado de crisis, por así decirlo.
Kafka,
en esa requisitoria apasionada, separó del ‘complejo de Edipo’ el motivo
incestuoso que constituye precisamente la ‘complejidad’ y que acusa. Porque
para Kafka, como estudió Marthe Robert, el psicoanálisis no es en primera
instancia una teoría general de la psique humana, que encuentra su sentido en
el contexto de la vida, de penas y alegrías, judía.
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