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En
relación ahora con las contradicciones que afectan al espacio cultural [y, pace Jameson, los ‘artefactos culturales’
reflejan las contradicciones que una determinada sociedad no resuelve], la
doble coerción de que depende la mercantilización de la cultura deriva de que únicamente
pueden extraerse beneficios de los objetos culturales transformables en
mercancía, pero, sin embargo, el valor del objeto cultural aparece ligado a su
cualidad incomparable, a su singularidad. Si se trata de un objeto reproducible
pierde su singularidad, y por tanto su valor de cambio se reducirá. Hay que
disponer del control exclusivo de un artículo directa o indirectamente
explotable y que en cierto modo debe ser único
y no reproducible.
En
esto consiste el peligro de la globalización, en la creación, fruto de la
colonización absoluta llevada a cabo por el capitalismo en su fase avanzada, de
un gran mercado a escala mundial donde todo [y la cultura no es más que otro
nicho de mercado], puede intercambiarse de inmediato sin que el coste de
desplazamiento influya para ser tenido en cuenta.
Pero
para evitar la tendencia a la homogeneización del intercambio generalizado, el
capitalismo debe crear forzosamente diferencias, a fin de mantener su renta.
El capital debe impulsar formas de
diferenciación y permitir desarrollos culturales divergentes, al contrario que
un enfoque verdaderamente reduccionista y unilateral que sólo advertiría un
proceso de homogeneización –o que sólo percibiría la destrucción del espacio
por el tiempo-.
Así,
en la lucha por el capital simbólico colectivo se hace imposible disminuir la
inversión inmobiliaria a causa de la actividad turística: actividad que ha sido
efecto de los cambios estructurales del capital y que debe su supervivencia a
la inversión en aquello que todavía puede soportar la degradación generada por
el intercambio que él mismo promueve. Las grandes entidades financieras
invierten entonces en museos como el Guggenheim de Bilbao de F. Gehry.
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¿Qué
tipo de diferencias impulsa al capitalismo?
El
capitalismo sólo promueve las pequeñas
diferencias: la denominada ‘estética de la especificidad cultural’ que se
aplica a determinados paisajes, ciudades, monumentos o entornos, no es en
absoluto contradictoria con esa universalidad plana que se entiende como propia
del sistema capitalista.
No
conviene confundir ‘especificidad’ con ‘variedad infinita’ que eso es lo que produce
el capitalismo. La variedad infinita
convierte la especificidad en estereotipo susceptible de ser ligado a
cualquier otro estereotipo. Pero un
estereotipo no supone más que una falsificación de la especificidad. Por
ejemplo, el caso de los monumentos reformados para que sean como se cree que
eran en la época de su construcción. Se trataría de una autenticidad simulada.
Harvey
tiene razón al contemplar el espacio concreto y los objetos como producciones,
resultando esencial según él, “construir
una teoría de lo concreto y de lo particular en el marco de las determinaciones
universales y abstractas de la teoría marxista de la acumulación capitalista”.
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Cómo
articular la producción del espacio y la actividad depredadora del capitalismo,
es el último problema. “La idea de ‘cultura’ está inevitablemente unida al intento de
reafirmación de los poderes monopolísticos”, escribe Harvey, porque la singularidad
y autenticidad encuentran su mejor manifestación en la aspiración de la cultura
de representar el ámbito de lo particular. Esta cultura especializada, seleccionada, tiene su fundamento en la
actividad depredadora de las prácticas capitalistas que la preceden.
Se
plantea entonces una cuestión estético-política: para la construcción de ese
edificio ¿de dónde procede esa piedra? ¿y esa madera? ¿a qué coste, incluso
humano?
El momento de la calificación cultural comienza con la expropiación del territorio del otro, de sus espacios, de sus conocimientos. Aunque el problema radique, según Harvey, en “arrancar los espacios locales de manos del capitalismo para reapropiarlos”, no todo debe ser forzosamente reapropiado, algunas cosas deberían abandonarse o destruirse. Hay construcciones que no merecen existir.
El momento de la calificación cultural comienza con la expropiación del territorio del otro, de sus espacios, de sus conocimientos. Aunque el problema radique, según Harvey, en “arrancar los espacios locales de manos del capitalismo para reapropiarlos”, no todo debe ser forzosamente reapropiado, algunas cosas deberían abandonarse o destruirse. Hay construcciones que no merecen existir.
La
eliminación de ámbitos y otras catástrofes ‘informan el espacio’ producido por
el capitalismo, que parece incapaz de participar en la configuración de lugares, al no superar las
contradicciones económico-espaciales del sistema.
Ningún
‘espacial fijo’ podrá impedir el daño al
mundo viviente que provoca el capitalismo, esa destrucción de los entornos. La destrucción del entorno no deja de estar asociada a la
incapacidad del capitalismo para construir lugares
y para operar transacciones entre unos y otros. Y es que la producción espacial
del capitalismo sólo advierte contradicciones superficiales incapaces de
afectarle en profundidad.
La
producción de ese espacio sin lugares es lo que posibilita nuestra indiferencia
hacia el entorno. Una novedosa crítica estaría obligada a explicar la
naturaleza de ese inconsciente topológico del capitalismo.
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