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Continuando con Jappe, podemos decir que por lo general, la existencia de mercancías suele considerarse un hecho enteramente natural en cualquier sociedad desarrollada y la sola cuestión que se plantea, es qué hacer con ellas. Se puede desaprobar ciertamente el ‘consumismo’ o la ‘comercialización’, pero con eso no se dice nada contra la mercancía en cuanto tal. Por lo demás, raras veces se pone en tela de juicio la mercancía. La mercancía ha existido siempre y siempre existirá, por mucho que cambie su distribución.
Si se entiende por
mercancía simplemente un ‘producto’, un objeto que pasa de una persona a otra,
entonces la afirmación de la inevitabilidad de la mercancía es sin duda
verdadera, pero también tautológica. Hemos de reconocer en la mercancía una
forma específica de producto humano que ha llegado a ser predominante en la
sociedad. Si la mercancía posee una estructura particular, eso es consecuencia
del hecho de que la sociedad misma lo ha reducido todo a mercancía.
La mercancía es un
producto destinado desde el principio a la venta y al mercado. En una
economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto, sino únicamente su
capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra
mercancía. Por consiguiente, solo se accede a un valor de uso por medio de la
transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero. Una mercancía
en cuanto mercancía no se halla definida por el trabajo concreto que la ha
producido, sino que es una mera cantidad de trabajo abstracto, es decir, la
cantidad de tiempo de trabajo que se ha gastado en producirla. De eso deriva un
grave inconveniente: no son los hombres mismos quienes regulan la producción en
función de sus necesidades, sino que hay una instancia anónima, el mercado, que
regula la producción post festum (*).
El sujeto no es el
hombre sino la mercancía en cuanto sujeto automático. La mercancía separa la
producción del consumo y subordina la utilidad o nocividad concretas de cada
cosa a la cuestión de cuánto trabajo abstracto, representado por el dinero,
esta sea capaz de realizar en el mercado. A partir de ahí, solo cuenta lo
cuantitativo, es decir, el aumento del trabajo abstracto, mientras que la
satisfacción de las necesidades se convierte en un efecto secundario. Tal vez
la mercancía y su forma general, el dinero, hayan tenido alguna función
positiva facilitando la ampliación de las necesidades. Pero cuanto la mercancía
se apodere más del control de la sociedad, tanto más va minando los cimientos
de la sociedad misma, volviéndola del todo incontrolable y convirtiéndola en
una máquina que funciona sola. No se trata, por tanto, de apreciar la mercancía
o de condenarla: es la mercancía misma la que destruye inexorablemente la
sociedad de la mercancía.
El valor de uso se transforma
en mero portador del valor de cambio. Aun así, siempre debe haber un valor de
uso. Este hecho constituye un límite contra el que choca constantemente la
tendencia del valor de cambio, del dinero, a incrementarse de manera ilimitada
y tautológica. La reducción de los trabajos concretos a trabajo abstracto no es
una mera astucia técnica ni una simple operación mental. En la sociedad de la
mercancía, el trabajo privado y concreto sólo se hace social, o sea útil para los
demás y, por ello, para su productor, a cambio de despojarse de sus cualidades
propias y de hacerse abstracto.
La mejor definición del
trabajo abstracto fue dada por alguien tan poco sospechoso como Keynes: «Desde el punto de vista de la economía
nacional, cavar agujeros y luego llenarlos es una actividad enteramente
sensata».
(*) ”Post festum, pestum et post coitum, tedium” [dicho latino].
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