II
Pero
a la vez que se considera el poder en términos de cesión o enajenación, hay que
analizarlo en términos de guerra. Foucault tomó la idea de invertir la máxima
de Clausewitz de esa tradición del pensamiento nobiliario occidental de los
siglos XVII y XVIII, en los que la imposición de las monarquías absolutas y de
las formas estatales de organización socio-política son interpretadas como
conquista en la que la guerra, punto de origen de la conformación de las
sociedades europeas, se institucionalizó, se normalizó –se hizo norma y se
volvió normal– y se legitimó mediante mecanismos políticos específicos que la
transformaron en una situación regular en el periodo posterior a la
conformación del Estado absolutista. La política se habría tornado el
instrumento natural con el cual se darían los enfrentamientos para cambiar las
relaciones de poder. Aparece un discurso que legitima las relaciones existentes
como relaciones de normalización. Sin embargo, es mucho más sutil, porque aquellos
que sean declarados por fuera de los procesos de normalización desaparecerían
del escenario de la lucha por el poder.
Las
formas de legitimación del poder responden a esta normalización de la guerra
como eje articulador de la sociedad, que gracias a ello se transforma en una
guerra permanente. Es lo que permitió que la política se convirtiera en la
continuación de la guerra por otros medios. Tendríamos una hipótesis, que
sería: si el poder es esencialmente lo que reprime, la guerra es su máxima
expresión. Y si la lucha de poderes en su máxima expresión es la política, la
política es la guerra proseguida por otros medios.
No
obstante, los procesos de dominación logrados en el campo de batalla se tornan
más complejos cuando tienen que ser manejados por la política. A la guerra,
genealógicamente, deben adicionarse algunos elementos que al añadirse la han
evolucionado. Por ejemplo, el surgimiento de la modernidad y con ella, la
aparición del capitalismo como sistema de relaciones sociales que ha
transformado profundamente la dinámica de la vida social. Porque existe una
funcionalidad económica del poder, en la medida en que el poder consiste en
mantener relaciones de producción y a la vez una dominación de clase. En este
caso, el poder político encuentra su razón de ser y su funcionamiento en la
economía. Pero un Estado no puede sostener una economía dedicada a la guerra en
su totalidad.
La guerra
se combinaría así con el proceso de acumulación originaria. Ese proceso
propicia una gran transformación, en la cual se da la conformación de un
mercado autorregulador capaz de abstraerse de la esfera de la vida social,
convertida en una sociedad mercantil, para pasar a ser su eje articulador.
De
esa forma, la lógica de la guerra se modificó totalmente. En la nueva dinámica,
el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se convierten
en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica
y se magnifica en el cuerpo social como consecuencia de la implantación de una
hegemonía en dicho cuerpo, caracterizada por la dominación que ejerce una clase
sobre las demás y que reside en la capacidad de imponer una visión de mundo que
se nutre de las manifestaciones de fuerza que provienen de las condiciones
objetivas en las que tienen lugar las relaciones sociales.
Aunque
para Gramsci la dominación residía
más en el ámbito de un consentimiento producido por la implantación de visiones
de mundo. Es, precisamente, a través de la imposición de visiones de mundo que
la guerra puede normalizarse, transformarse en una dinámica cotidiana pero también,
la guerra puede seguir transcurriendo, operando con su lógica de confrontación,
ocupando terrenos y ganando batallas, sin que ello sea siquiera percibido. En
la medida que funciona como un instrumento de represión, las fuerzas del poder
impiden, la formación del saber. Esta distorsión el poder la opera cultivando
la falsa conciencia.
Esa
nueva lógica de la guerra, no sólo coloniza a la vida misma, sino que llega a
instrumentalizar a otras formas de dominación. Porque se trata de que, igual
que la dinámica que se apropió del Estado absolutista y lo reorganizó conforme
a sus necesidades, múltiples relaciones de poder sean apropiadas por el aparato
hegemónico, volviéndolas funcionales y operativas para la guerra social en el
ámbito de las relaciones sociales capitalistas. Las relaciones de poder,
entonces, producen efectos de normalización, de legitimación de las mismas
relaciones, de interiorización en el cuerpo social y en el individuo.
Se
trataría, en todo caso, de un poder estratégico, que funciona ganando
posiciones, apropiándose de relaciones y reproduciendo mecanismos concretos que
obedecen a una dinámica y una lógica articuladoras. En la guerra permanente, el
avance en las posiciones estratégicas es lo que más relevancia posee. Una
hegemonía debe ser considerada como una estrategia que tuvo éxito en el ámbito
de confrontación con otras estrategias.
***
[sigue]
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